Los que controlan el poder son diestros titiriteros. Mueven los hilos de la trama política con el pulso de sus finas pericias, convencidos, quizás, de que conducen a una manada de monos. En sus dominios, pocas cosas suceden fortuitamente, más bien lucen animadas por cierto dirigismo: una especie de mano invisible que fabrica situaciones, desvía atenciones e induce percepciones en la justa línea de sus estrategias.

Después de la sentencia de la Sala Penal de la Suprema Corte de Justicia a favor del senador Félix Bautista, el Procurador General de la República gritó al viento su despecho y confesó su desconfianza en la Justicia. En su aparente desconcierto, insinuó la intención de no recurrirla en casación. No obstante, mientras el plazo para hacerlo corría, algunos ilusos interpretaron su declaración como una reacción momentánea. En su candidez le creyeron cuando, al introducir el expediente, el funcionario prometió llevar el caso hasta las últimas consecuencias. El plazo finalmente venció y el Procurador calló; según la prensa, “tiró la toalla”. Era fácil justificarlo: ¿Para qué hacerlo si ya se sospechaba el resultado? No, absolutamente no. Ese simplismo es irresponsable, ligero y aprensivo; con su omisión, Francisco Domínguez Brito responde a una decisión política.

El Procurador le dio la espalda a su obligación pública para evitar una prolongación del caso al periodo electoral como premisa implícita del pacto negociado entre las facciones del PLD; de paso, le sorteó un sudoroso trance a la Suprema Corte de Justicia. De haber recurrido, cada juez tendría que mostrar su desnudez en un clima de dobleces, suspicacias y evasiones. Supongo que algunos hasta soltaron el aliento.

Vencido el plazo, se desata una épica cruzada de “moralización” de la Justicia con rápidas investigaciones disciplinarias y públicas a jueces penales que presuntamente aceptaron sobornos para favorecer a imputados de crímenes de sangre. Reaparece otro procurador, infundido y “virilizado”, proponiendo hasta la convocatoria del Consejo Nacional de la Judicatura para elaborar políticas públicas de saneamiento del aparato judicial. El David que no pudo recurrir una sentencia en el caso de corrupción pública más grande de la historia ahora toma aire de Goliat para plantear la discusión de una reforma judicial de microondas. Pero lo más hilarante de la comedia es que en cuestión de horas se prende un romance lúbrico entre el Presidente de la Suprema Corte de Justicia y el Procurador para investigar y perseguir mano a mano a jueces del Poder Judicial. Sí, la misma Suprema Corte espuria que hace apenas días resentía el máximo representante del Ministerio Público. Súbitamente se propaga un dengue moralizador que hace olvidar la impunidad, esa que malversa la defensa inmunológica del Estado. Se despliegan entonces las carpas del circo para crucificar a la jueza Awilda Reyes y redimir, con el olvido, a los jueces políticos que premiaron la corrupción pública. Seamos coherentes: ni una cosa ni la otra. En el mundo de apariencias que vivimos, el pecado de la jueza no es más abominable que haberle cercenado el brazo ejecutor a la Justicia para castigar el robo público. Sin pretender legitimar jamás su proceder, el dinero presuntamente aceptado por la jueza es un lunar en el cuerpo si se compara con la sentencia que decretó la impotencia del sistema para tratar el cáncer de su inminente muerte.

Esta extraña embestida en contra de la corrupción judicial es sintomática y sospechosa; nació enferma, no es sincera. Con ella se pretende levantar una columna de humo para tapar la gran trama y de paso acreditarle al gobierno algunos bonos que mejoren su percepción en el tema de la corrupción, materia que hasta ahora ha reprobado deshonrosamente. Jugar a la política con la Justicia es siniestro. Y eso es lo que se está haciendo con este despampanante destape.

Evitemos la estridencia y dejemos que el Poder Judicial actúe en el normal desempeño de sus controles disciplinarios y punto. Si hay que procesar penalmente, que se haga, pero sin tramoyas. Ahora, si vamos a adecentar a la Justicia, empecemos por el tronco y extirpemos aquellos nudos y malformaciones que llevaron al mismo Procurador a declarar su decepción, ¿o somos locos? El problema medular de la Justicia reside en el germen político. Desde que se incorporaron políticos como jueces, su credibilidad e independencia colapsaron. Todo lo que se haga eludiendo ese problema es cosmético y, a lo más, remedial. La perversión del sistema judicial nació con los retorcidos pactos políticos y las agendas de impunidad que prohijaron. Lo prudente es que las autoridades judiciales no hagan nada en medio del periodo electoral; sería como practicar una cirugía en una sala contaminada. Todo lo que se haga se interpretará políticamente, esté o no animado por ese interés. No perfumemos el cadáver; démosle sepultura, pero después del duelo.