Reconozco que cierta confusión nubla mi pensamiento. Siento, desde que inició la pandemia de COVID 19, una aceleración de fuerzas casi incontrolables que podrían lanzarse, todas al mismo tiempo, sobre nosotros. El futuro nunca me ha parecido tan inseguro como en este siglo XXI, a pesar de ser este tan prometedor por los infinitos avances tecnológicos y científicos que presenciamos.
En medio de estos progresos la pandemia marca un antes y un después en la vida de la humanidad que obliga a la reflexión. Paradójicamente, tan necesaria reflexión es dejada muchas veces de lado, ante el deseo del ser humano de volver a la misma vida que tenía antes de la pandemia.
Llama la atención que en estas últimas semanas se repiten en varios países los esquemas de contagio: cuarta ola, por aquí, quinta ola por allá, vuelven a subir las cifras de enfermos y de muertos, vacunados o no vacunados, lo que da la sensación de que estamos todavía en territorios desconocidos y no se puede cantar victoria.
Si asumimos como premisa que la pandemia y el medio ambiente son “crisis convergentes”, como lo titulaba un editorial de la revista The Lancet, el modelo actual de desarrollo y consumo de la mayoría de los países no ha progresado lo suficiente hacia una actitud respetuosa con el medio ambiente. Esta situación nos expone a que más pandemias como la que estamos sufriendo vuelvan a suceder.
Si seguimos por el camino de la búsqueda de un crecimiento ilimitado como único horizonte, si reemplazamos los combustibles fósiles por la extracción de metales raros, si los proyectos petroleros siguen avanzando en todo el mundo vamos a una anunciada catástrofe planetaria.
Los resultados de la tan esperada COP26 no están a la altura de las expectativas que se generaron y nos dejan con la inquietud de cuál será el nuevo mundo que podría surgir con algunos grados más de temperatura y qué riesgos nuevos nos traerá. Desgraciadamente, las imágenes de estos sucesos ya no son solamente del dominio de la ciencia ficción.
Nos presentan, hoy en día, la economía verde y la digital, como las panaceas del crecimiento económico, pero se observa a menudo que su procuración no proviene de la necesidad de solucionar los problemas ecológicos. Se trata, por el contrario, de nuevos instrumentos de generación de riquezas, una nueva fuente de rentabilidad que encuentra nuevas oportunidades a su alcance.
Los modos de producción han sido alterados con el triunfo de la financiarización de la economía, que está reemplazado la producción misma. La progresiva declinación de las clases medias acarrea la ruptura de la cohesión social y las desigualdades mundiales van en constante aumento: millones de personas conocen desahucios forzados, un acceso inadecuado a la educación y a la salud y pésimas condiciones de trabajo provocando migraciones económicas que se agregan a las migraciones políticas y a las migraciones que surgirán por las calamidades naturales y el calentamiento global.
Solo en pensar en la repercusión interna que crea a nuestras puertas la presión de migrantes haitianos, magnificada por una situación incontrolable en el vecino país, sentimos en carne propia nuestra debilidad, y la de los demás países, en el manejo de las crisis migratorias dentro de un marco de respeto de los derechos humanos.
El problema migratorio es un problema político y social reflejo de un planeta cada vez más desigual que se expresa cada vez más en libros, películas y obras de teatro, lo que no es nada casual.
Es una poderosa arma en manos de los sectores más conservadores y también una forma de desviar la atención de los problemas que a veces no tienen solución satisfactoria para las grandes mayorías.
Lo que se perfila en el horizonte es un mundo más violento en todos los sentidos: violencia del cambio climático y de los fenómenos naturales, violencia de las migraciones y de los gobiernos, violencia contra la mujer con el aumento de los feminicidios, entre otras manifestaciones.
Sin embargo, en el momento en el que el futuro nos parece menos previsible y se ciernen en el horizonte oscuros presagios, debemos recordar más que nunca que la fatalidad no existe por sí misma y que el curso de las cosas es, en gran medida, una consecuencia de las acciones del hombre.
De entenderlo así, estamos todavía a tiempo para actuar.