En la entrega de la semana antepasada en este diario, el académico Eduardo Jorge Prats, en un artículo titulado “Los peligros de la anti política” delineó los perfiles de un nuevo estereotipo ciudadano al que denominó “los narcisistas”.

Según el intelectual “existen en nuestro país corrientes de pensamiento y de acción pública, minoritarias pero muy influyentes, que propugnan por una especie de anti política [sic]”. El aludido autor se queja de que estas corrientes le niegan “legitimidad a los partidos tradicionales, armados con un insoportable discurso moralista de los buenos contra los malos, los serios contra los sinvergüenzas, los honestos contra los corruptos”. A seguidas, Jorge Prats apunta: “los paladines de la anti política [sic] sufren de una enfermedad crónica e incurable: el narcisismo político”.

Jorge Prats acusa a estas minorías de ignorar que la democracia es gris; que no es un sistema perfecto ni infalible sino terrenalmente posible. Para avalar sus ideas, invoca un fragmento de un discurso del presidente Medina: “[…] la antipolítica invita a esos ciudadanos recién empoderados a avanzar por callejones sin salida”.

Como organización, el PLD ha sido puro eufemismo, porque el poder lo ha encarnado un caudillismo personalista bicefálico [Leonel-Danilo]. Hoy el PLD es Danilo Medina.

En todo pensamiento filosófico, político o religioso se mueven distintas corrientes que matizan su interpretación o aplicación. Existen aquellas que pretenden conservar ortodoxamente la originalidad e integridad de sus postulados; otras, en cambio, prefieren contextualizarlos en la evolución de los tiempos. De esa dinámica nacen las ideas conservadoras y las liberales. Desde esta perspectiva, el “narcisismo político” acuñado por Jorge Prats parte de una concepción radicalmente conservadora de lo que él mismo denomina “antipolítica”.

Al margen de las razones que me llevan a no endosar por completo las valoraciones del jurista, coincido con él en un punto básico: ciertamente existen expresiones puritanas que ven en la participación política una suerte de extravío o aberratio moral. Esas son las que reprochan desde los balcones los vicios del sistema sin incidir en sus reparos ni soluciones, o las que optan por abstraerse de la realidad política como si su destino no estuviere atado al de la colectividad. En palabras llanas, son los que no quieren “ensuciarse” y, sin embargo, se desvelan por estar en las primeras filas del espectáculo como críticos compulsivos. Entre un político corrupto y un ciudadano ausente no veo diferencia de irresponsabilidades: uno porque abusa de sus obligaciones y el otro porque las elude; uno porque deshace y el otro porque no hace.

Lo penoso es cuando ese puritanismo fachoso les exige a los actores políticos, desde los confortables asientos de la “sociedad civil”, demandas irrealizables solo para acreditar legitimidad o protagonismo. Sospecho que esa es la actitud que Jorge Prats define como la de “los buenos”.

En lo que no estoy de acuerdo con Jorge Prats es en presumir que quien cuestiona el ejercicio de los partidos tradicionales [en su concepto de democracia “gris”] aspira a un sistema utópico o a un “Estado moral”. Ojalá esa aspiración tuviera algún asidero de realización posible, pero sabemos que nuestra democracia nunca ha encontrado esas coordenadas.

Jorge Prats redime el rol de los partidos tradicionales como un muro de contención a cualquier asomo de dictadura populista. Creo que ignorar la disolución ideológica, la degradación ética, la pérdida de mística, identidad y sentido de compromiso de los partidos políticos tradicionales es vivir la misma utopía que él le imputa a los antipolíticos.

Las nuevas corrientes ciudadanas en el mundo han emergido precisamente como respuesta a la deserción o renuncia de los partidos a su misión orgánica e institucional, al deterioro de su moral y a su conversión en simples marcas electorales para pretender el poder por el poder. ¿Qué mejor ejemplo de descomposición que el PLD? El PLD como partido no ha evitado una autocracia populista; al contrario, ha servido como plataforma o instrumento de su instauración. Como organización, el PLD ha sido puro eufemismo, porque el poder lo ha encarnado un caudillismo personalista bicefálico [Leonel-Danilo]. Hoy el PLD es Danilo Medina. ¿Y qué decir del PRD? Diluido en la intrascendencia después de ser el mentor democrático de nuestra historia, escindido por la infuncionalidad orgánica de sus anacrónicas estructuras.

Lo real es que no habrá cambios relevantes en la democracia ni en sus partidos si no trabajamos en la formación de una ciudadanía responsable, que conozca y ejercite sus derechos y obligaciones en su propio entorno. En esa tarea debemos trabajar políticos y antipolíticos o, usando las categorías de Jorge Prats: “los buenos y los malos, los serios y los sinvergüenzas, los honestos y los corruptos”. Y es que, ante todo, ¡somos ciudadanos! Una condición que nos equipara en dignidad y respeto. Mientras haya un voto determinado por quinientos pesos o un picapollo, una participación pública obtenida por la mejor puja, una función pública ocupada por un analfabeto con méritos partidarios, una candidatura sin propuesta y unos partidos sin escuelas de formación política, todo quedará en un estéril duelo de culpas y acusaciones.

En fin, no todos los que abogamos por un mejor rendimiento de las instituciones democráticas somos narcisistas. Todo lo contrario: creemos que un ejercicio ciudadano responsable y participativo puede construir una conciencia que mejore su desempeño. No pretendemos anular, sustituir o relevar a los partidos políticos ni satanizar a sus actores, pero sí vigilar su accionar y demandar cuentas dentro del régimen de garantías que nos otorga el propio sistema. Abogamos no por un status de apoliticidad sino para que la política encuentre su identidad perdida. Si eso es narcisismo, entonces seré el más “bello”.