En el debate intenso entre conservadores y progresistas, cristianos y ateos, leonelistas y danilistas, corruptos e incorruptibles, demócratas y dictadores, la postverdad y la postmentira, la verdad se lleva la peor parte casi siempre ante el afán por imponerse desde uno de los extremos.

Ser fiel a la realidad tal cual es, o apegarse a los hechos tal cuales son, resulta ser cada día más difícil por la narrativa distorsionada del lenguaje, el nivel y grado especulativo y el carácter y énfasis de historia narrada como engaño más que para ser fiel a la verdad única y absoluta.

Los niveles de intolerancia y desequilibrio que se registran en muchos aspectos de la vida política, económica y social van en aumento, y en proporción a la medida de la subjetividad y la relatividad de las cosas según el color del cristal con que se mire.

Un cristiano o conservador que abra la boca hoy en cualquier plaza pública en defensa de los valores inmanentes, de inmediato es etiquetado de odioso, intolerante, racista, arrogante, xenófobo, idiota, homofóbico, vergüenza para la comunidad y otra sarta de insultos impublicables, así como de estar lejos de lo “políticamente correcto.”

Además de ser imputado de teócrata que pretende imponer su razón o su verdad a los demás y de ser el verdadero enemigo de la verdad, entre otros ejemplos actuales de tolerancia instructiva diseñada y promovida por elementos que se autodefinen como “inclusivos” o “progresistas.”

Criticar, debatir las ideas no es un asunto de vida o muerte; ni tampoco una cuestión de insultos ni de ataque personal. Tales tácticas solo sirven para que el atacante se sienta superior a expensa de sus víctimas, cuando lo mejor es debatir con altura y no ceder a la tentación de caer en groserías o frases degradantes con aquellos en desacuerdo.

Los enemigos de la verdad casi siempre suelen argumentar que son dueños de la única verdad y de la razón absoluta, mientras ridiculizan a quienes difieren de sus postulados.

Asumir que se tiene toda la razón en medio de un debate y concluir que los absolutistas están absolutamente equivocados por creer y defender postulados absolutos, es auto negación. Es como afirmar que no se puede tolerar a los intolerantes, estar seguro de que no hay nada seguro, odiar a quienes fomentan el odio o ser justo por indignarse con la indignación de los justos.

Lo cierto es que todo argumento presente solo tendría autoridad moral en el futuro no solo por la fuerza de la convicción, sino por la prevalencia de la rectitud de su propio pensamiento, ideas o argumentos para rebatir al contrario. Es decir, al criticar a otros, por defecto, nos sumamos al nivel de aquellos a quienes se acusa. La otra vía sería admitir la equivocación al condenar al otro por pensar que se tiene la razón.

De ahí que el pensamiento progresista de que no hay verdades absolutas, de que todas las ideas son iguales siempre y cuando funcione para ti; que no hay “verdades auto evidentes” y mucho menos una norma moral absoluta, lleva al final de día a determinar y decidir quién tiene razón y quién está equivocado.

Más aun en la intensa lucha respecto a algunas inquietudes claves de nuestro tiempo como son el aborto, la atención médica, homosexualidad, el derecho a tener y portar armas, libertad religiosa, identidad sexual, seguridad fronteriza y política climática, entre otras.

Si no existe una verdad y todo es relativo para juzgar asuntos tan relevantes como los actuales, entonces cabe preguntar: ¿qué queda como resultado final inequívoco? La respuesta obvia: el poder político. Ello nos lleva al punto inicial, lamentar por aquellos que pretenden “imponer la verdad a todos nosotros,” como base para condenar a alguien más.

La reingeniería política y social no toma muy en cuenta la complejidad del ser humano, por lo que ciertos aspectos de incertidumbre casi siempre llevan al fracaso de los procesos en los que se intenta imponer la verdad absoluta a todos por igual, ya que su posición no deja más espacio que la imposición para condenar a alguien más. Las imposiciones que se imponen a los demás reflejan la imposición absoluta.

Como afirma David Horowitz en su libro ilusiones de la izquierda, “cuando renunciamos a los absolutos que nos brindan los límites de la verdad, perdemos todas las medidas objetivas de lo que está bien y lo que está mal y, entonces, sufrimos la consecuencia inevitable de estar sujeto a la "regla de la pandilla" como la autoridad final. Y, la historia nos dice que si quieres ser libre, la "pandilla" no es un árbitro en el que se pueda confiar.”