“… En cambio, el PIB no refleja la salud de nuestros hijos, la calidad de nuestra educación ni el grado de diversión de nuestros juegos. No mide la belleza de nuestra poesía ni la solidez de nuestros matrimonios. No se preocupa de evaluar la calidad de nuestros debates políticos ni la integridad de nuestros representantes. No toma en consideración nuestro valor, sabiduría o cultura. Nada dice de nuestra compasión ni de la dedicación a nuestro país. En una palabra: El PIB lo mide todo excepto lo que hace que valga la pena vivir la vida”. (Robert Kennedy, 18 de Marzo, 1968)
A una amiga muy apreciada y valorada por mí le pregunte ¿qué es la felicidad? Me miró y en su mirada despuntaba su sabiduría, en una reflexividad atónita me respondió “cualquier cosa”. Me reí y asumí que en esa respuesta había algo de cierto. La felicidad es un estado emocional, una alegría acunada en los sentimientos más hondos de nuestros placeres, de nuestros compromisos.
La felicidad es ese recóndito interior que nos aviva la llama de lo que hemos sido y queremos. De ahí que ella es un tránsito, un camino. No es un medio, mucho menos un fin. Es la correlación de nuestro espacio vital, de lo que nos arrima en un mirarnos más a través de los demás. La felicidad no se inclina necesariamente al culto de la satisfacción inmediata, empero, la contiene y al mismo tiempo, la trasciende. Es el dibujo del pincel que mueve el cuello como expresión del pasado, posa sus miradas en el suelo como inmensidad del hoy, recreando su imaginación en la conjugación del mañana. La felicidad se convierte en la asunción en la praxis de los distintos roles del ser humano, jerarquizándolos de acuerdo a los contextos y de lo que no podemos controlar.
La felicidad desborda hasta ciertos límites la materialidad que nos acompaña. Es la llama de la subjetividad que potencia toda la energía y el caudal de que es capaz de potencializar una vida humana. La felicidad es esperanza, nos mantiene en la expectativa, independientemente del umbral del río que crucemos. Es un puente que nos sintoniza y armoniza con las tres partes del tejido humano en perfecto equilibrio: Mente, espíritu y cuerpo. Ella cambia en una metamorfosis que refleja el transitar de nuestras experiencias vitales.
Cada ciclo de nuestra existencia es el juego de la temporalidad en un soplo, en un grano de arena, circuito corpóreo de los miles de años de eclosión del homo sapiens. La felicidad no nos otorga nada atemporal ni crucial, solo hitos perennes que nos suministran el cauce que energizan el presente en una clara lozanía del futuro. Ella se cristaliza en la sinceridad, en la confianza, en el entusiasmo por un trabajo bien hecho, en el compromiso con la causa que asumamos, en la alegría de compartir con los amigos que elegimos, en los valores que nos mantienen erguidos, en el poder dar y reír con las cosas sencillas que nos rodean y anhelamos.
Alegría y tener, como constancia de ella, no derivan automáticamente. Se hace muy superficial y entonces, la estelaridad que la envuelve se evapora. Una evaporación que nos frustra, generadora de ansiedad, de angustia, de cortocircuitos sin luz, ni siquiera lámpara.
La felicidad es creer, es una revolución mental positiva, es una actitud proactiva, que se cimenta y fortalece a través del fuego permanente de la esperanza, porque ella no da cabida al pesimismo. Su carta de ruta es el optimismo, aun en el momento más álgido de un camino de incertidumbre. Teatro, quizás, para una nueva ventana de la vida, porque al final, lo que no nos arropa es el signo del síndrome de la desesperanza. La felicidad es un concierto en nuestra vida, una novela con capítulos que van imbricándose y que varios de ellos se destacan como la fisonomía protagónica de la razón de ser de su importancia. ¡Todo es ella con sus saltos de emociones, de ritmos acompasados, de sentimientos que atrapamos el cielo con tan solo observarlos!
Ayer era Día de Reyes, siempre me remonto a mi memoria del pasado cuando veía a mi madre salir. Ya sabía que iba a “conversar” para ver que me dejaban. Era poco, no obstante, era feliz. Tiempo después, como padre me convertí en un solo en la trilogía de los tres, para que ellos disfrutaran al máximo ese tiempo tan maravilloso que otorga la niñez. Lo mismo hago con las nietas, enseñándoles la consigna para regalar “contra la corrupción, contra la impunidad, vamos a acabar con esa barbaridad”.
La felicidad colectiva disminuye en la sociedad dominicana con la problemática de la violencia, de la criminalidad, de la tasa de victimización, de la pandemia de los feminicidios, de las muertes por accidentes. Nos atenaza con la tasa tan alta de la muerte materna e infantil y la vergüenza de los embarazos en niñas y adolescentes. Un horror de horrores de tener una inversión en salud de alrededor del 2% en el 2019 cuando la Estrategia Nacional de Desarrollo nos habla para esta época de 3.2%.
Aunque los ingresos per se no constituye un índice social de felicidad, en nuestra sociedad, son tan pírricos que más ingresos es un peldaño para el cambio del nivel de vida y por ende, coadyuvaría al bienestar subjetivo. No significa una vida llena de significado, no obstante, suministra un eslabón para comenzar a realizar rupturas, sustancia medular para el cambio de la zona de confort. Por suerte, la felicidad, como el anuncio de una tarjeta de crédito “hay cosas que no se pueden comprar”, que no tienen precio en una sociedad de mercado. Que no hay almacenes ni tiendas que las cobije, como no se puede transar el verdadero amor y la loable amistad.
El miedo de la felicidad es la síntesis del valor subjetivo que nos conecta con la satisfacción, con la frente en alto sin antagonismo con lo que hacemos. Con la combinación del pensar, del decir y del hacer. Una coherencia que armoniza y nos coloca en la dimensión de la horizontalidad. Un ser humano feliz ahuyenta la parafernalia del poder y se regocija con saber que no odia la muerte, sin embargo, ama exquisitamente la vida. No le teme a la muerte ni siente miedo, ambos, columnas de la vida misma. Se erige con la autoestima de asumir el respeto, entendiendo que nadie es mejor que nadie, que la simbología de la construcción de jerarquización social es el espejo dominante de la ideología en cada época.
¡Retozo en el gozo de la felicidad pues no se agota, no tiene fin, comprendo el tiempo y me encarno en él para saber cómo disfrutar cada etapa que ella encierra. Brinco por instinto para allanar el camino de una vida plena de compromisos: Social e individual, sin etiquetas ni marcas. Felicidades en el 2019!