El limitado vocabulario utilizado por Trump parece finalmente haberle facturado. Trump repitió unas veinte veces el verbo pelear (“fight”) durante su discurso de poco más de una hora pronunciado en Washington ante sus seguidores, convocados con la anunciada intención de impedir la certificación por el Congreso estadounidense de la victoria electoral de su rival, Joe Biden. El repetido uso de ese verbo en el contexto y con el tono hostil empleado, en lugar de sinónimos menos violentos, como disputar (“dispute”), oponerse (“oppose”), protestar (“protest”), resistir (“resist”) o hasta luchar (“struggle”), para moderar su significado belicoso, ha propiciado la lectura de que fue “la incitación a la violencia que se vio después”. Una hora de agresivas mentiras sobre fraude o robo de votos y provocaciones sugestivas de violencia, prácticamente invalida su fugaz expresión al final de la arenga, de que “marcharán hacia el edificio del Capitolio para hacer oír sus voces de manera pacífica y patriótica”.
Trump conocía el seguro resultado de la ceremonia de certificación del ganador en el Congreso, pues ya Pence había anunciado que no violentaría el proceso constitucional a solicitud de su jefe. Ninguna manifestación pacífica podría detener el inevitable anuncio de su pérdida. Trump sabía que arengaba a militantes de grupos que abogan por la violencia para imponer sus verdades y portan muchas armas, no a disciplinados Scouts, y que muchos de sus seguidores solo esperaban el guiño para atacar. De hecho, las tropas enardecidas y armadas no escucharon, o hicieron caso omiso a las palabras finales del “Incitador en jefe”, y se abalanzaron contra el Capitolio, el mayor símbolo de la institucionalidad democrática moderna y donde cumplían los congresistas, y el vicepresidente Pence, su mandato constitucional de proclamar al ganador de las elecciones presidenciales. Sus fanáticos agredieron inmediatamente, sin detenerse a “hacer oír sus voces de manera pacífica y patriótica”, pues entendieron a la perfección las órdenes de marchar. El saldo de al menos cinco muertos y la estocada intencional a la institucionalidad democrática estadounidense del 6 de enero quedarán para siempre como nuevas manchas en la hoja de gobierno fallido de Trump.
Después de acoger en su red social más de 56,000 mensajes de Trump, la mayoría con insultos y mentiras, en 8 de enero 2020 Twitter también finalmente ha caído en cuenta de que las palabras cuentan, inhabilitando “permanentemente” la principal arma demagógica del mandatario estadounidense. Basándose en una lectura analítica de los recientes tuits en su contexto, la decisión de Twitter es “suspender permanentemente la cuenta debido al riesgo de nuevas incitaciones a la violencia”. Según reportes fidedignos, este ha sido el mayor castigo para el saliente mandatario, auto denominado el “Hemingway de 140 caracteres”, pues se puso “frenético” al conocer la decisión de Twitter. No poder multiplicar sus mentiras e insultos por el megáfono de las redes sociales es de igual impacto para Trump que tener que salir de la Casa Blanca, pues es “perdedor” dos veces: pierde el poder presidencial y pierde el poder para seguir engañando a sus millones de seguidores con teorías conspirativas e insultando a todas las personas que no le hacen coro, incluyendo sus colaboradores.
Voces reclamando tolerancia y cautela se han levantado de inmediato, argumentando que las empresas que han bloqueado la voz de Trump en sus plataformas se han excedido. En principio no tenemos ninguna objeción a ser tolerantes con los intolerantes. Ser tolerantes con los tolerantes no es ninguna hazaña; los intolerantes son los que necesitan de la indulgencia de los demás. Pero el límite de la tolerancia es precisamente aquella intolerancia que culmina en la incitación a la violencia y no responde a razonamientos. No debemos rebajarnos a responder con violencia, pero sí a defender la tolerancia con fuerza, como explica Karl Popper:
Con este planteamiento no queremos significar, por ejemplo, que siempre debamos impedir la expresión de concepciones filosóficas intolerantes; mientras podamos contrarrestarlas mediante argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión pública, su prohibición sería, por cierto, poco prudente. Pero debemos reclamar el derecho de prohibirlas, si es necesario por la fuerza, pues bien puede suceder que no estén destinadas a imponérsenos en el plano de los argumentos racionales, sino que, por el contrario, comiencen por rechazar todo razonamiento; así, pueden prohibir a sus adeptos, por ejemplo, que presten oídos a los argumentos racionales, acusándolos de engañosos, y que les enseñen a responder a los razonamientos mediante el uso de los puños o las armas. Deberemos reclamar entonces, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes. Deberemos exigir que todo movimiento que predique la intolerancia quede al margen de la ley y que se considere criminal cualquier incitación a la intolerancia y a la persecución, de la misma manera que en el caso de la incitación al homicidio, al secuestro o al tráfico de esclavos.
Tenemos por tanto que reclamar, en el nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar la intolerancia. (La sociedad abierta y sus enemigos)
Es una medida extrema el negar para siempre a sus millones de seguidores leer las necedades de Trump por Twitter, como es inusitado el asalto al Capitolio instigado por Trump para detener una ceremonia sancionada por la Constitución, y mantener bajo amenaza a los congresistas y a su propio vicepresidente. Ya Trump había recibido varias advertencias de que algunos mensajes transgredían las normas de las diferentes redes sociales utilizadas, y había sido sancionado con bloqueos de corta duración. No obstante, sus insultos y mentiras se multiplicaron y creció su osadía.
Desde las elecciones presidenciales en noviembre, Trump ha demostrado una y otra vez que no responde a argumentos racionales, ni siquiera a dictámenes de las autoridades electorales y tribunales de justicia. Ha seguido propagando mentiras e insultos que incitan a la violencia, como se ha comprobado con los lamentables hechos del 6 de enero en el Capitolio. No permitir que continúe comunicando sus mentiras e insultos en las redes sociales, bloqueando sus incitaciones a la violencia contra personas e instituciones democráticas, es una decisión responsable. Por sus más recientes provocaciones verbales y para proteger a las víctimas de sus ataques, Trump bien merece al menos el ostracismo mediático, mientras se determina la posible criminalidad de sus acciones.