Las noches de graduación en Santiago son clásicas. La ciudad abandona su entrecejo y pasa por alto los histerismos de la muchachada. Las calles despiertan con el bullicio de las emociones, los restaurantes se llenan y las discotecas cierran con el sol. En ocasiones hay que repartir el tiempo en dos o tres citas de festejos privados. ¡Ay, los muchachos! He visto las chispas de sus sueños encender sus rostros y la fuerza de su espíritu arrancar risas estentóreas. Los miro tan extraños a los apuros que les esperan. Y justo es suponer, como ellos, que el sistema seguramente les retribuirá con algún espacio para airear su futuro.
Lo que sigue no es una comedia romántica con happy ending. Ejercer cualquier profesión precisa de un título habilitante y en algunos casos de una inútil membresía a algún colegio profesional, obvio, después de agotar cuatro o cinco años de mala preparación en una carrera costosa con una pasantía no remunerada. Intentar luego el camino empinado de la práctica privada en un mercado servido hasta el rebose, no sin antes disponer de al menos dos millones de pesos para instalar un despacho; salir, cuchillo en boca, a crear de la nada una clientela en un ambiente hostil, desleal y depreciado al amparo únicamente de la audacia. Si no hay medios para una decisión tan arrojada, la otra elección no espera poemas: regar currículos como reparte un testigo de Jehová su Atalaya para, con mucha suerte, aceptar un empleo que solvente el pasaje, la comida, la ropa, y nada más. Así, se cansan los ánimos, se agotan las fuerzas y se quiebran los sueños. En esa ruta la deserción se hace forzosa y el éxodo aparece como una salida no deseada. ¡Cuántos títulos arrimados!
Es posible que de cada diez graduados seis terminen en ocupaciones muy alejadas de las vocaciones que empujaron sus sueños. La parte que logra la inserción profesional lo hace a expensas de condiciones muy afortunadas y la otra sortea opciones más cercanas: quedarse como inmigrante ilegal en el extranjero, afiliarse a Uber, concursar para el magisterio primario, explotar en una esquina el comercio de comida rápida o aceptar un empleo provisionalmente definitivo. Si con suerte no se graduaron en maternidad, las muchachas tientan oportunidades más retributivas según los nuevos códigos urbanos de prostitución, aceptados socialmente y recogidos en la obra literaria más vendida de los últimos años: El manual de la Chapeadora.
Esas decisiones abonan números y gente a una economía informal cada vez más inmensa, mientras los salarios del sector formal (como le llama el Banco Central) se cuajan en la espera y los dueños del gran capital reclaman honores por pagar impuestos y dar empleos.
¿Pesimista? No; descriptivo.
En las franjas sociales medias bajas, donde se apilan nuestros muchachos, esas son las realidades dominantes que han impuesto manuales inéditos de sobrevivencia. Lo cruel es que a esas generaciones les ha tocado vivir en una sociedad sin lazos solidarios, de débiles arraigos y poseída por fuerzas sicóticas de consumo, que les seduce con las mismas ofertas que les niega. No hay nada más provocador para un joven de este tiempo que permitirle ver pero no tocar; porque además de sensorial la cultura millennial que los abriga se embelesa con los patrones del éxito, ese que nuestros muchachos no pueden replicar en sus vidas excluidas.
El sistema les castiga todos los días con esa sentencia. Se la martilla cuando miran en las galerías comerciales las grandes marcas globales o los últimos modelos de coches; cuando ven a un político de sus propias raíces moverse en un vehículo de 250,000 dólares; cuando en el cuchicheo oyen de la suerte de una excompañera ahora como amante de un pesado del Gobierno; cuando leen la historia de éxito de un contratista privilegiado del Estado como ver un biopic de un tech dreamer en Netflix.
La pregunta no espera: ¿qué obliga a ese muchacho a someterse a las reglas de un orden donde la autoridad, referente del ejemplo, roba, extorsiona y prevarica sin consecuencias; cuando el discurso macroeconómico no persuada, cuando se dé cuenta de que la institucionalidad es una facha de legitimación de quienes controlan el poder formal y real; cuando la ajada retórica del crecimiento y el progreso le sepa a tayota; cuando sienta que la realidad de su vida marca la justa distancia entre el país donde vive y el que le venden? Ese muchacho es el producto de una dilatada incubación social; así se fabrica un resentido, un fermento que se obtiene de una mezcla inflamable de frustración, envidia y victimización. Estas democracias caducas y de cartón están abonando un criadero natural de esas construcciones.
Cada día se hace más ruidosa la queja del mal uso de las redes sociales, colmadas de insultos, detracciones y denuestos en contra de gente de poder. Igualmente hay un desprecio por el lenguaje templado ¿Acaso nos hemos preguntado si esa conducta responde a esa rebelión silenciosa? ¿No serán las redes sociales una ventilación para liberar los resentimientos y la violencia contenida? ¿Por qué las sociedades se están volcando hacia modelos de liderazgos patológicos? ¿Por qué les provoca el discurso espontáneo y directo? ¿No habrá anidada una suerte de venganza? ¿No será una nueva expresión ideológica frente al estatus quo? ¿O una aplicación del dicho para que se salven algunos nos jodemos todos? Las respuestas penden de muchos ángulos, pero hay un hilo que conecta estas manifestaciones inéditas de la sicología social, y es el resentimiento hacia un sistema inicuo que le ha entregado los espacios a la misma gente preservando con igual celo sus intereses. Quizás en el justo medio de esa asimetría encontremos el foco de una detonación activada. Ya hay quienes apuestan a pulsar el botón, aunque los que vivan en las alturas no lo crean. Una vez me despedí de una dirigente empresarial con esta frase de Francis Bacon: El reloj de la miseria marcha lento, pero marcha; bastó esa admonición para que otro empresario me enviara a la mierda. Y desde ese lugar es que escribo…