Si existe un proyecto revelador de nuestra degradación institucional, ese es Punta Catalina. Desde ese ángulo, la central termoeléctrica ha dado las luces que todavía no ha podido encender. Una obra como esa debió agotar un proceso de “debida diligencia” de varios años en planeación, factibilidad, costo, presupuesto, financiamiento, ingeniería, operatividad y sostenibilidad. Esos criterios, estándares en la ejecución de cualquier proyecto ordinario, fueron precariamente observados en una de las obras públicas más grandes de la historia. Al día de hoy no se sabe cuánto costará ni cuándo se entregará.
Punta Catalina es una estafa. Nunca fue pensada como un proyecto de desarrollo; fue la oportunidad para un vulgar negocio político. La intención yaciente tampoco estuvo cerca de la pregonada, esa que el Gobierno insiste en contrabandear como mercancía vencida. Cada día la realidad se le impone a la propaganda y confirma inequívocamente que la razón de Punta Catalina no fue otra que la que llevó a la cárcel a los principales ejecutivos de Odebrecht en Brasil.
Desde que se plantea el carbón como fuente de combustión para una termoeléctrica de futuro, se dan señales dudosas sobre el rigor del proyecto, sobre todo cuando el mundo vive la transición energética como ruta irreversible de los tiempos. Nadie en el mercado ignora esa realidad. La mayoría de los países desarrollados y otros en desarrollo han descontinuado las centrales de carbón. China canceló este año 104 proyectos de nuevas plantas para una producción de 120 gigavatios (equivalentes al 30 % de la capacidad de carbón en los Estados Unidos). En la reciente Cumbre del Clima de Bonn (COP23), Canadá y el Reino Unido conformaron una alianza a la que se sumaron otros 16 países para establecer un cronograma de cierre de sus plantas de carbón. El carbón es una fuente obsoleta; un residuo del pasado. Es el más contaminante de todos los combustibles fósiles y el de más incidencia en el cambio climático. Comprometer las cuentas públicas y el futuro del país con la construcción de una obra ya caduca es perverso y desviste el sentido de festín que animó el proyecto. La planta era la excusa; el negocio, la razón.
Pero si la decisión del carbón fue ligera, construir una central de esa magnitud, costo y capacidad en terrenos privados ¡es una locura! En Estados funcionales esa sola decisión constituye un motivo serio para la interpelación parlamentaria o un juicio político. Todas las obras de construcción, las mejoras de suelo, la terminal portuaria y otras millonarias estructuras de ingeniería las aprovecharán en plusvalía los “arrendadores” de los terrenos, quienes “por pura casualidad” participan en el negocio de la generación; esto sin considerar la imposibilidad del Estado para disponer libremente y a su mejor juicio del derecho de propiedad. Las preguntas saltan: ¿Por qué el Estado no se apropió de esos terrenos con una declaratoria de utilidad pública y una justa compensación a sus dueños? ¿Esos eran los únicos terrenos? ¿Quién y con base en qué se determinó que eran los más factibles? Si fueron los más apropiados, ¿por qué el Estado tiene que pagar la suma de 165 millones de dólares en presuntos sobrecostos por el manejo de las condiciones geológicas del suelo conforme al reclamo hecho por Odebrecht- Tecnimont- Estrella?
El tema del costo y el financiamiento (razón de la obra y del negocio) es otra de las grandes sombras. El problema ahora no es si el precio negociado fue razonable o no, sino cuánto costará finalmente la central. Esa respuesta es un ejercicio de fina clarividencia. Los “expertos” contratados por el Gobierno para defender su costo con base en comparaciones de fuente, capacidad y otras propiedades técnicas quedarán en la crónica cuando hoy tenemos una obra excedida en tiempo y costo, inconclusa, sujeta a un eventual litigio arbitral y sin el Estado poder obtener un financiamiento de la banca de cooperación internacional. Desde el 2010 el Banco Mundial no financia proyectos de carbón. En la reciente Cumbre del Clima en París se anunció un cambio decisivo en el sector energético: a partir de 2019 el Banco Mundial tampoco financiará ningún proyecto relacionado con el petróleo o el gas. Esto, sin considerar que ni la propia banca de cooperación y desarrollo de Brasil ni ninguna otra mundial o regional financiará una obra construida por Odebrecht en cualquier parte del planeta. En ese escenario, ¿cuál será el costo financiero de la obra? Ese es un acertijo indescifrable del Santo Grial. Quizás reposa en el silencio culposo de un presidente abrumado.
Punta Catalina, como emprendimiento de desarrollo, es el tollo más ingenioso jamás conocido: un proyecto chapucero cocido en las sombras de la corrupción transnacional; otra carga que agrava el endeudamiento compulsivo del Gobierno. Punta Catalina es y será una obra política; un negocio de sótano al que el presidente le debe los pobres motivos de su costosa reelección; su compromiso con Lula da Silva y Odebrecht. Punta Catalina es capricho populista; guión inédito de una pesadilla con un desenlace raptado por el propio presidente. Esa verdad es la garantía de que la central se terminará a cualquier costo en su gobierno. Sus cuentas no soportan un análisis serio e independiente.
El Gobierno es un presidiario de Punta Catalina. El presidente ha querido desembarazarse de este trance “invitando” de varias formas al sector privado a adquirir. El silencio de los posibles prospectos es más locuaz que cualquier discurso. La razón es obvia: ¿Y a qué precio? El mejor tasador es el mercado; sus valoraciones son concluyentes. Ni los operadores de la generación ni ningún mortal con sentido instintivo de los negocios están dispuestos a cargar con los descomunales sobrecostos de la obra a menos que se busque un “bajadero” cuando el olvido social barnice todo interés morboso por el escándalo. Creo que la estrategia de los posibles oferentes es darse un compás de espera para “enfriar” el tema y negociar en aposento la “privatización” con otro gobierno y bajo los protocolos heterodoxos que han dominado los negocios del Estado dominicano con ciertos núcleos empresariales. Entonces nos daremos cuenta de que el país siempre ha tenido sus dueños. La obra quedará blanqueada como inversión privada y no duden de que se le ponga un nuevo nombre: Santa Catalina.