La terrible disfunción social que se expresa en todo el entramado institucional de la sociedad dominicana aterriza en una especie de degeneración, que degrada y eterniza encallecidamente toda la vida social. Es la refracción de una comunidad que no encuentra la conformidad normativa, en gran medida por las formas de la politeya.
El poder, la legitimidad y los gobiernos no construyen, ni mucho menos asumen, el cuerpo doctrinario que ha de deslizarse sobre el conjunto de la sociedad, para jerarquizarnos en el sentido impersonal, en el sentido de la justicia, de la igualdad y del punto de encuentro donde la vida cobre cuerpo.
La conformidad como campo del comportamiento humano, más que como actitud psicológica, está obrando en la subjetividad del dominicano para imbricarse con esa objetividad, de esa realidad que nos abate y nos destruye como nación, como país, como pueblo, como sociedad. Esa conformidad como conducta que se anida, se inserta y encaja en la norma social estaba apabullando la armonía social, que como recreación humana, a través de las distintas interacciones, logran confluir los seres humanos a fin de lograr los espacios vitales que los hacen especiales: Soy a través de ti, en ti está mi ser que me hace mejor en la medida que hago que otros se realicen.
La conformidad en la vida social se conjuga en esa necesidad de construir expectativas, sueños, esperanza, recompensa y al mismo tiempo, como ente de equilibrio, la necesaria coacción. La coacción, el poder coercitivo, como núcleo medular para controlar las desviaciones de los individuos que exceden lo individual en detrimento de lo colectivo; ahogando con sus acciones los patrones sociales asumidos y no internalizados como ciertos, como válidos.
En nuestra sociedad se estaba produciendo, sobre todo en los últimos 16 años y con más preeminencia desde el 2005, una conformidad social destilada en la más petulante pestilencia, cuya visibilidad más estentórea era: la hipocresía, el cinismo, el doblez y la simulación. La relatividad, como cuerpo “moral”, era la sintonía de un discurso sin contenido; predecible, donde la pantomima y el mimetismo era el teatro dantesco, de una sociedad que se calcinaba en el cáncer de la hipercorrupción.
Una hipercorrupción institucionalizada, sistémica; cuadro de una democracia cimentada en el Estado de partidos, donde sus protagonistas no sintetizan el régimen que enarbolan postular. La cuadratura a lo largo de esos años ha sido una ignominia pasmosa que envileció a la sociedad en su conjunto. ¡Todo es posible, nada nos asombraba!
El resultado fue una sociedad enferma, una sociedad asfixiada en la abyección, en la perversidad más olímpica, cuya desviación sempiterna nos hacía lacerante de miseria. Era tan grave la desviación que parecía que la anomia no tenía límites. ¡Una desviación, un escándalo hoy quedaba sepultado con el otro más grande de mañana!
Jean Paul Sartre, decía “El hombre se hace; no está hecho desde un principio, se hace al elegir su moral y la presión de las circunstancias es tal que no puede no elegir una”. Una parte de los actores políticos, en sus acciones y decisiones no tenían miramientos, no se daban límites. El grado de alienación, de enajenación social-moral estuvo y está tan carcomido que no alcanzaba a dibujar las consecuencias. Reinventaron el país y se reinventaron. La construcción de los reinventos, de su sacrosanta “creatividad e innovación”, produjo en cada uno de ellos, un cambio radical. Si existe un intersticio de movilidad social vertical se verificó en ellos.
El punto de inflexión de sus desviaciones se coronó en una anomia que el cuerpo social dominicano ya no tolera. La anomia, aquí, no es la ausencia de ley, de norma, o el conflicto de normas que hacen que las personas no puedan pautar, orientar con exactitud su conducta. No. La anomia, en nuestra sociedad es la inobservancia a las leyes, a las normas. Es la mezcla de la arrogancia, la prepotencia en la fatula del poder. El poder para tener lo inocula todo, lo traba, para regodearse en el oropel de su propia existencia.
En ello, no hay confusión moral y mental; no hay dilema ético. No existe la mera diferencia, discrepancia entre sus necesidades y los medios que ofrece la sociedad. Ellos, son la antorcha floreciente de la máxima expresión del delito de cuello blanco. Son los actores protagónicos de la delincuencia estatal. El orden social, amerita de una nueva aquiescencia del control social que anule la conformidad y la desviación.
La sanción social y con ella el castigo de la historia, corren como sangre expeditiva, como llama punzante que otea en el pago de las consecuencias de los hechos que están ahí, esperando el signo y los símbolos de la justicia; empero, que ella ha trascendido en el imaginario colectivo. Es la regeneración de nuestro tiempo.