Se dice que somos el resultado de las consecuencias por las decisiones y acciones que asumimos durante el trascurso de nuestra vida. A mis estudiantes siempre les he planteado la siguiente reflexión: aquello que no quieres hacer, a veces, es mejor ni pensarlo y mucho menos, decirlo. Pensamiento, palabra y comportamiento, son cosas que están muy cercanas una de la otra. “No bien me pasa por la mente, cuando ya lo estoy diciendo, profe. Y lo peor, es que a veces lo digo frente a la persona de la cual estoy pensando”.

Cuán difícil se torna la situación si la palabra dicha, aunque no necesariamente sentida, es hiriente. Es una punzada a la otra persona que deja llagas que, en general no se olvidan.  De la misma manera, pero en otro sentido, si la palabra o el gesto que la contiene implícita habla de un sentimiento que “nunca has querido expresar por las mismas dudas”, generando actitudes y comportamientos en el otro, que muy probablemente no tienes interés en desencadenar. “¡Ay profe sí, me pasó con una persona a la que solo consideraba mi amigo y…, nada más”!

Nuestra vida es un discurrir en la cual van sucediéndose muchas acontecimientos y situaciones que no siempre son posible de eludir y, al final de cuentas, algo queda, algo ocurre. A un grupo de estudiantes de psicología los animé a realizar un estudio sobre “aquellos sueños de la infancia que perduran en la vida adulta”. Muchas sorpresas no solo en los estudiantes-investigadores, sino además en los sujetos que quisieron participar en ella. Por supuesto, sueños positivos y no tan positivos afloraron en un grupo focal que duró varias sesiones por el interés generado.

La mente es muy activa, no se detiene nunca, que no fuere como producto de una larga práctica de meditación. Aún en la tranquilidad del descanso y el sueño, sigue activa. “A veces, me decía alguien hace poco, me asaltan las dudas de si una situación la he soñado o la he vivido realmente”. Así es la mente y al menor descuido, se te escapa hacia “otros mundos incluso desconocidos”. En sentido general, la mente aún sigue siendo un tema por comprender. Tanto Freud como el propio Jung la consideraban como algo sumergido en que pocas cosas son “conscientes”, quedando la mayoría en la profundidad de lo inconsciente. Los estudios más recientes desde las neurociencias cognitivas la reducen a procesos biológicos, que en su funcionamiento dan lugar a actividades mentales como la memoria, la percepción, el lenguaje como incluso la conciencia. La mente como el universo, sigue siendo un gran misterio según Michio Kaku.

Desde la psicología dialéctica se entiende que la psiquis se caracteriza por ser activa, y que el mejor indicador de dicha característica es que aparece o se manifiesta como resultado del proceso de interacción del organismo con su medio. Según este mismo enfoque, la psiquis en lo correspondiente con la conciencia regula las actividades del individuo en su relación con la realidad mediante dos mecanismos muy relacionados y vinculados, pero al mismo tiempo, muy diferenciados uno del otro. Por un lado, se habla de la regulación inductora, aquella que determina lo que se realiza, proporcionando un para qué y un por qué, y son todos aquellos fenómenos que incentivan, impulsan, dirigen y orientan la acción, tales como: las necesidades, los motivos, las emociones, los sentimientos, entre otros. Pero además se habla de la regulación ejecutora, aquella que determina que lo que se realiza se cumpla a tenor de las condiciones y circunstancias, proporcionándonos el cómo de la actuación. Estos hacen referencia a las sensaciones, las percepciones, el pensamiento, las habilidades y hábitos, etc. Aunque ambas se manifiestan como una unidad, no constituyen sin embargo una identidad. Se influyen recíprocamente.

Uno de los grandes problemas es cuando las emociones son tan fuertes que impiden que los mecanismos inductores hagan su papel de mediación y control. No siempre pensamiento y emoción hablan entre sí.

Las emociones son fenómenos multidimensionales, señala Johnmarshall Reeve[1] de la Universidad de Rochester, pues al mismo tiempo que son fenómenos subjetivos, también son fisiológicos, funcionales y sociales. Se han ido constituyendo a lo largo del proceso evolutivo, como un mecanismo para enfrentar con éxito las dificultades y adversidades futuras. Hay quienes plantean que las emociones son indisociables de la naturaleza humana. Entre las emociones nos encontramos con la ira, el desprecio, el miedo, la tristeza, la vergüenza, la culpa; pero también la felicidad, el amor, la amistad, la gratitud, el arrepentimiento, el perdón, entre otras. Detengámonos en esta última: el perdón y que es la razón principal de este artículo.

¿Qué tan importante es el perdón? ¿Perdonar, no olvida? ¿Cómo nos afecta el no perdonar?

Frederic Luskin[2], entre otros, ha dedicado gran parte de su trabajo científico y su actividad como consejero al tema de la importancia del perdón y sus beneficios para la salud. Se dice que su interés sobre el tema le viene por su propia experiencia personal ante la decisión de su mejor e incondicional amigo de alejarse de él y “nunca poder entender que fue lo que hizo para merecer eso”. Como consecuencia, se dedicó a investigar acerca del tema y los resultados lo condujeron a crear el Proyecto de Perdón de Stanford, programa de investigación y enseñanza enfocado en el perdón interpersonal, desarrollado con personas que sufrieron violencia en Irlanda del Norte, Sierra Leona, e incluso, los ataques contra el World Trade Center del 2001.

Luskin entiende que el perdón es una “cualidad humana” de mucha importancia para lograr vivir con cierta funcionalidad. Según él, una persona que nunca puede perdonar o no se da la posibilidad de hacerlo, vive la vida con cierto dolor que amenaza a todo su ser, pudiendo generar ira, estrés, sentimientos de pesimismo, desesperanza y desconfianza, incluso, depresión. Tales situaciones tendrán su correlato a nivel del sistema nervioso, como también el cardiovascular y el sistema inmune. Hay quienes llegan a plantear incluso, que una enfermedad tan frecuente hoy día, como es la fibromialgia (caracterizada por un dolor crónico de origen desconocido y acompañado de fatiga y otros síntomas), la plantean como “la enfermedad del alma o del corazón roto”, por los resentimientos guardados por años sin canalizar y, mucho menos, sin perdonar ni perdonarse.

Una vida centrada en el rencor, incluso, te aleja de situaciones que pueden ser oportunidades para el desarrollo de emociones positivas como el amar, confiar, perdonar sin que ello signifique olvidar.

El perdón siempre supone al Otro, o el otro de o en mí mismo. En el primer caso, perdonar supone un perdonado, alguien a quien real o simbólicamente lo señalamos como el origen de algo que nos hizo daño, y que, por lo tanto, requiere de nuestro perdón. En el segundo, ese otro, soy yo mismo. Desde un cierto punto de vista, pudiera entenderse como la “culpa” sentida, frente a la violación de un “principio rector de vida”, no solo ni necesariamente, de naturaleza religiosa. La culpa generada por nuestras acciones o inducidas por otros, pudieran ser vividas interiormente en tal magnitud, que se nos escapan todas posibilidades de controlarla. Al final de cuentas solo perdonar o perdonarse pudiera generar el desasosiego necesario para reencontrar el camino de su sanación.

La capacidad de perdonar está íntimamente con la relación yo-otro. Reitero, aunque el otro sea yo mismo. La imposibilidad de resolver esta contradicción nos aboca a entrar en conflicto con nuestro ser moral, sin poder resolver la contradicción entre lo bueno o lo correcto y lo otro. Tal situación puede llevar incluso a la imposibilidad de sanar el ego herido, conduciéndonos por la ribera de la angustia y el dolor sin explicación. Hay que recordar, como bien señala Eckhart Tolle: “la causa primaria de la infelicidad no es nunca la situación, sino sus pensamientos sobre ella”.[3] Los hechos son, y somos nosotros quienes le damos la connotación moral o ética correspondiente.

Vivimos un mundo y una época centrada en la productividad y el consumo, la vida fatua y el éxito a toda costa, aunque una gran mayoría sobrevive día a día con lo poco que cae de la mesa. Incluso estos últimos, como consecuencia del efecto de la publicidad y hoy día las redes sociales, busca vivir, aunque “simbólicamente”, ese mundo que le es no solo ajeno, sino incluso, su propia negación. Fromm señala que “la enajenación, la angustia, la soledad, el miedo a la profundidad”, entre otras cosas, son los síntomas que en los tiempos de Freud se correspondían con la “represión de la sexualidad”.[4] En ese mundo, el predominio de las emociones negativas como la ira, el rencor, la envidia, el exhibicionismo, y otras, cobran muy caro a nuestro bienestar y felicidad.

De ahí que, el que perdona, o que incluso, se perdona así mismo, “se despoja” de una gran cantidad de estrés y angustias acumuladas que mellan su bienestar físico y mental. El perdón abre, ensancha, engrandece. Desde la perspectiva de la compasión, el Dalay Lama señala              ||||||||, “la compasión nos aporta fuerza interior y confianza en nosotros mismos, lo que a su vez genera serenidad. La ira y el odio, en cambio, son emociones muy dañinas que nos impiden desarrollar serenidad y confianza”.[5]

Hagamos del perdón una herramienta, una estrategia de vida y con ello, de salud y bienestar físico y mental. Dese esa oportunidad.

[1] Reeve, J. (1994). Motivación y emoción. McGraw Hill. España.

[2] Luskin, F. Aprender a perdonar para sanar el alma y el cuerpo. Recuperado en ‘Aprender a perdonar para sanar el alma y el cuerpo’ (mallamaseps.com.co), noviembre 2021.

[3] Tolle, E. (2008). En unidad con la vida. Penguin Random House Grupo Editorial. México.

[4] Fromm, E. (2018). Lo inconsciente social. Paidós, Nueva Biblioteca. España. Sexta impresión.

[5] Lama, D. (2019). Sobre la felicidad, la vida y cómo vivirla. Penguin Random House Grupo Editorial. México. Cuarta reimpresión.