La entrada a la agenda nacional del tema del Pacto Mundial de Migración ha despertado nacionalismos ancestrales e interpretaciones folklóricas que al mismo tiempo ponen de manifiesto ignorancias geopolíticas.
La iniciativa del Pacto ha de ser vista como una consecuencia de la globalización. Tristemente, la globalización es una asignatura pendiente de los sectores políticos, académicos y gubernamentales del país. Y también para otros muchos sectores, incluyendo a los “opinadores” de oficio. Pero más temprano que tarde, el país terminará firmando el pacto. ¡Que no nos doren la píldora, el país deberá firmar el pacto!
Cuando aparecieron los primeros vientos de este fenómeno irreversible, en vez de prepararnos para cambiar la mirada como país, la tormenta nos encontró distraídos y sentados de espaldas a los cambios por venir, entretenidos en jolgorios insulares. Hemos perdido tiempo mirándolos el ombligo.
Ya no vivimos, si es que alguna vez así fue, en un mundo de comunidades aisladas, sino que habitamos en un mundo de comunidades de destino solapadas, en el que las trayectorias de los países se encuentran profundamente entrelazadas.
La globalización llegó. Nos están “globalizando”; y ser “globalizados” significa más o menos lo mismo para todos los que están afectados por este proceso. La globalización es un tren en marcha al cual debemos subirnos sin que el mismo se detenga. Sólo nos queda “prepararnos” para que no nos aplaste.
En su libro ¿Qué es la Globalización?, Ulrich Beck (1998) sostiene que “la globalización significa los procesos en virtud de los cuales los Estados Nacionales soberanos se entremezclan e imbrican mediante actores internacionales y sus respectivas probabilidades de poder, orientaciones, identidades y entramados varios”.
Richard Falk (2002) nos habla de una «globalización negativa» describe la globalización como un proceso de alto riesgo y le asigna el apelativo de globalización depredadora, “al hacerla portadora de vectores políticos controversiales como la privatización, la minimización de la regulación económica, el recorte del estado de bienestar, la reducción del gasto en servicios públicos, el énfasis en la disciplina fiscal, el control estricto de las organizaciones sindicales, la repatriación sin restricciones de dinero, entre otros, que son los efectos acumulativos adversos sobre el bienestar humano”.
En este mismo orden, Stiglitz (2003), uno de los más autorizados exponentes de la globalización, advierte sobre la «riesgosidad» de la globalización cuando afirma: “Para millones de personas la globalización no ha funcionado. La situación de muchos empeoró, vieron como sus empleos eran destruidos y sus vidas se volvían más inseguras. Se han sentido cada vez más impotentes frente a fuerzas más allá de su control. Han visto debilitadas sus democracias y sus culturas”.
Los procesos “globalizadores” –dirá también Bauman (2006)– redundan en la redistribución de privilegios y despojos, riqueza y pobreza, recursos y desposesión, poder e impotencia, libertad y restricción. La libertad de elección de unos es el destino cruel de otros.
La globalización no es ni buena ni mala pero funciona mejor en situaciones sociales, económicas, culturales y políticas complejas que deben ser tomadas en cuenta para que los países más pobres del mundo tengan fortaleza suficiente para participar productivamente en los actuales procesos de globalización económica. He ahí el reto del país.
Estos mismos procesos globalizadores obligan a “abrir las puertas de par en par y a abandonar la intención de aplicar una política económica autónoma. Es la condición preliminar, sumisamente cumplida, para poder recibir ayuda financiera de bancos y fondos monetarios mundiales”.
En este escenario globalizador depredador, los países en vías de desarrollo como el nuestro necesitan espacio para desplegar políticas de innovación institucional que se alejen de las ortodoxias predominantes del Fondo Monetario Internacional, FMI, el Banco Mundial, BM, y la Organización Mundial del Comercio, OMC.
Es en el espectro de la globalización que se establece el Pacto Mundial de Migración. De cara a dicho Pacto habremos de preguntarnos, desde el mundo racional y consciente de ética, si es humano negarle a los pobres y hambrientos, sin sentirse culpable, el derecho a ir donde abundan los alimentos y los servicios de salud. Es virtualmente imposible presentar argumentos racionales convincentes de que la migración sería una decisión irracional.
Frente a la necesidad de aceptar la globalización como una realidad desafiante y portadora de oportunidades, en lugar de preguntar qué hacer, tal vez sería más provechoso identificar si existe alguien capaz de hacerlo con la debida responsabilidad, inteligencia y celeridad.
Por eso, más allá de los nacionalismos viscerales, de las ignorancias geopolíticas y de las profecías apocalípticas, los poderes del Estado–nación, los líderes políticos, religiosos y empresariales, las academias, los intelectuales y los ciudadanos en general deberán tomar conciencia sobre los nuevos retos y desafíos para asumir la globalización, y de paso, el Pacto Mundial de Migración.
La tarea como país es descubrir de qué manera deben regularse mejor los procesos globales, participar en su reencauzamiento y generar un desarrollo humano, cambios económicos equitativos, democracia y justicia.