La muerte a cuchilladas de una empleada de una joyería en el mismo centro de la turística Zona Colonial de la capital, la tarde del 14 de junio de 2018, por parte de  Daniel Lorenzo Ortiz, 21 años, resulta un insumo excelente para la mediatización morbosa, pero nada aporta a la urgencia de erradicar la plaga de deshumanización que se expande por doquier. En estos tiempos, han botado al basural el interés por la vida, y no solo los empobrecidos. Ahora el matar es un “placer”. http://almomento.net/matan-a-punaladas-empleada-de-joyeria-durante-supuesto-atraco-calle-el-cond/.

Annery Peña Reyes, 33 años, solo ha sido una víctima más de las caídas, y de las que caerán. Porque la tragedia que hoy sufrimos no ha brotado de sopetón, por arte de magia, ni la ha enviado Dios; mucho menos es producto del destino, como muchos creen. Ni es tan simple como para despacharla con griteríos mediáticos ni demagogia política y empresarial que solo provocan carcajadas en los delincuentes callejeros curtidos en matar. Ni la solución está en propuestas ridículas paridas por oportunistas de nuevo cuño.

La solución a la violencia de la que tanto sermonean ahora, comienza por contextualizarla. Admitir que este problema social lo han construido durante décadas ante la indiferencia de muchos que –entendían—nunca sentirían ni la brisita de sus aletazos.

Los gritos desesperados de hoy surgen porque ha llegado “el lobo”  a la zona de confort, cuando pensaban que se hallaba recluido de por vida en el gueto de los jodidos, en las periferias de las grandes ciudades de RD.

Desde 1988 hasta bien entrada la década de 2000, escribí a páginas enteras en los diarios Hoy, El Siglo y Última Hora, decenas de reportajes hechos desde el corazón mismo de los barrios de Santo Domingo.

Allí está descrita la amargura de su gente por el abandono total por parte de las autoridades: hacinamiento generalizado, falta de viviendas dignas y lugares de entretenimiento, carencia de centros educativos, desempleo, apagones, vertederos a granel, mal servicio de agua potable, calles plagadas de hoyos, cañadas pestilentes y drogas en cualquier esquina llevadas por distribuidores que recorren las vías en sus jeepeta de lujo, a la vista de todos.

Predominaban, sobre todo, las quejas acerca del bienestar de quienes viven en el centro de las metrópolis y de la facilidad con que políticos y legisladores se enriquecen, engulléndose el erario, mientras a las comunidades empobrecidas solo les llevan promesas, vanas promesas. El liderazgo nacional (político, empresarial, religioso) hizo caso omiso.

¿Cómo detener ahora a una avalancha de muchachos convertidos en guiñapos a causa de la droga suministrada por turpenes que se mueven orondos en los centros de lujo de las urbes? Cuando sus cerebros les demandan crack o cocaína para rehuir de la realidad,  ¿cómo la compran si no poseen dinero? Sus vicios les llevan a cometer todo tipo diablura para adquirirlo. Por eso matan y roban. Matan y roban, además, porque les han enseñado que el dinero es lo único que posee valor en esta sociedad. Con él se compra la buena vida, pero también el prestigio y la honradez. 

En esta capital hay encopetados consumidores asiduos de cocaína que no atracan y matan en las calles porque cuentan con dinero a menudo de origen espurio para comprarla y calmar el ímpetu de sus cerebros. Y muchos de esos culpables de la desgracia se erigen hoy en tribuna para pontificar día y noche sobre buenas prácticas y la urgencia de parar en seco la delincuencia callejera.

Cierto que urge detenerla. Pero no con discursos acartonados y poses de dones. No con lamentos hipócritas. Tampoco derivando sus culpas, que muy graves son. Lo primero debería ser sincerarse y preguntarse, ¿cuán culpables son ellos y qué han hecho para prevenir el problema?

El desamparo eterno de las comunidades ha abierto un boquete abismal al narcotráfico y las mafias para que construyan allí sus reinados. Y ahora resulta mucho más difícil resolver el lío. El monstruo posee infinitas cabezas nacidas gracias al abono de la indiferencia cómplice del ayer. Dominarlo es posible, pero de manera integral, con planificación. Sin lloriqueos de actores. Este problema social no es de simples policías, ni la Policía es la única responsable. Responsable es el Estado, por irresponsable. Responsable es la familia que, quizá por su indefensión, hace mucho ha caído en las garras del consumismo y el desenfreno, y se ha acomodado, celebrándoles las mañas a sus hijos e hijas. Responsables somos todos, que conociendo cada ladrón del barrio y del residencial, nos hacemos los “chivos locos” porque –creemos, craso error–  que en nada nos afecta.

Demasiado buenas son las comunidades que todavía no están minadas de violencia.