Introducción

Como nunca me he dado importancia, nunca me atreví a escribir mi autobiografía: A nadie le interesa la vida de un ser anónimo que lo único que ha hecho con placer infinito, en una especie de orgasmo eterno, ha sido leer y tratar de escribir lo que ha sentido.

Fuera de ese fervor, para vivir  hay que hacer tantas cosas, incluyendo trabajar en otros asuntos y entregar tiempo a una profesión que detestaba desde antes de estudiarla. Me hubiera gustado entrar a la Facultad de Filosofía que fundara, con esa visión didáctica digna de envidia que tuvo Pedro Henríquez Ureña (1884-1946) en los meses que ocupó la Superintendencia de Educación (equivalente a la Secretaría o Ministerio  de Educación y Bellas Artes), pero no podía darme el lujo, frente al sacrificio familiar que resultaron mis años de estudiante, cursar una carrera que “no produjera dinero”. Por eso, fue como traspasar el frontispicio de la gloria cuando se me concedió una modesta pensión que me permitió alejarme de los tribunales y los documentos, harto de la persecución de la DGII que, a pesar de eso, todavía me acosa.

Antes de entrar en materia, presentaré mi acta de nacimiento para esclarecer de una vez por todas, un error recurrente que indica que nací en 1928, por un desliz de la revista Testimonio, no en los datos biográficos de mis libros.

Ojalá haber nacido antes del treinta, para darme cuenta bien temprano de lo que era aquello.

Naturalmente, iré ofreciendo detalles de mis orígenes, de las mezclas raciales que corren por mis venas, y por qué le dije una vez a un estudiante rubio americano que me entrevistó para su tesis de doctorado sobre el cacao en el país: “Me siento orgulloso de que por mis venas corre sangre de esclavos”. El tipo se quedó turulato, como si le hubieran dado un golpe mortal.

Me preguntó  por qué decía eso, y le dije: Descender de un esclavo que amaba la libertad por sobre todas las cosas y haber soportado malos tratos con humildad, hasta que se rebeló,  me ha servido para soportar estoicamente los golpes de la envidia, y los desprecios, todo eso pasó a mis genes y  ha corrido en mis venas (hoy se hubiera dicho que era parte de mi ADN). Tampoco eso lo conformó, pero atenuó un poco el primer impacto.

Ciertamente, decir estas cosas confunde a mucha gente. Conocer la historia de lo ocurrido en lo que hoy es Haití y lo de este lado ocupado por Francia al momento de la liberación, podría dar motivo para una novela; empero, en las sabanas de Campeche Arriba, una sección de Pimentel, hay otra, con mi bisabuela retinta, apellido Meregildo, aunque en actas que he revisado aparece Ermeregildo, que dijo que no se casaría con un negro sino con un hombre blanco, y logró dramáticamente su deseo, al punto de que su historia ha sido parte de una de mis novelas.

Muchos más episodios de mis familiares de ambas ramas tienen episodios novelescos. Solo referiré los más dignos de recodar.

Dicho esto, después del acta de nacimiento, iremos a “Bánica la bella, Cura pobre, mujeres putas”, como dijo un matero, a ver los orígenes lejanos de los Mora Díaz y los Jiménez Arnaud.

Acta de nacimiento de Manuel Mora Serrano

Del Cibao a Bánica

Tengo pocos datos, pero son precisos. Unos los ofreció mi padre y otros mi abuela Cecilia Jiménez Arnaud.

Mi abuelo fue Andrés Mora Díaz, natural de San Francisco de Macorís, hijo de Ramón Mora y de María Díaz; hermano de Policarpio Mora, el tío Pulún, que fue un patriota en la guerra de Restauración; un parquecito en esa ciudad lleva su nombre. mi abuelo soldado raso en esa gesta. Como mucha gente de esa región fue vendiendo andullos a Puerto Príncipe, entonces la ciudad más pujante de la isla (Santo Domingo de Guzmán era una aldehuela comparada con ella).  Ya de regreso por Bánica conoció a la mulata altiva que era mi abuela,  de quien conservamos un retrato que expondremos: oscura de piel, con nariz aguileña y una cabellera que le llevaba casi a los pies. Analfabeta, como eran la mayoría de las mujeres de esa época para que no escribieran ni leyeran papelitos de los enamorados. También mi padre lo hubiera sido, por ser el mayor de los diez que hubo en la unión de mis abuelos paternos, ya que  lo querían preservar para que fuera agricultor y el continuador de la rutina familiar y no tuviese la tentación de entrar en la milicia. Empero, por su inteligencia natural diligenció la forma de aprender a leer y escribir sin ir a una escuela; uno de sus tíos maternos a quien llamaban Ampayé, le enseño a escondidas entre los conucos y con lo poco que aprendió fue tan aprovechado, que finalmente pudo ser militar, Comisario y Juez Alcalde en Pimentel, Padre Las Casas y Altamira. Síndico antes del trujillato, en la Era y en el balaguerato en Pimentel hasta que su memoria quedó para la historia cuando le inició  un infarto subiendo al Palacio Nacional a una reunión de municípes en 1974. Pero esa es otra historia.

El africanito y la bella francesita

Si acaso poseemos alguna facilidad narrativa  los que descendemos de mi abuela Cecilia, es herencia suya. Tenía el don de saber contar interesando al lector con términos bíblicos, como “Y aconteció que…” , como iniciaba sus relatos.

Solía llevarla a un banco que teníamos en el patio enorme de casa (media hectárea, unas ocho tareas) bajo una mata grande de mangos que todavía se mantiene airosa, para que a sus muchos años (llegó a los cien en 1966) me contara, con esa prodigiosa memoria que tienen los analfabetas, especie de griots montaraces,   nuestros orígenes baniqueros.

Entre las muchas referencias, me contó una que siempre he dicho que merece una novela que hablara de las diferencias entre la parte Este y Oeste al momento de la revolución racial haitiana, la primera con éxito absoluto frente a una potencia europea en las Américas y una curiosidad hasta en África.

Cuando ya era una realidad que los negros rebelados iban a terminar con los blancos abusadores que mantenían  la esclavitud, un esclavito que jugaba con la amita blanca en el patio de la Hacienda, le dijo al verla muy asustada esperando la llegada de los rebelados: “Te salvo si tu cuando sea grande te casa conmigo”. Y ella se lo prometió. La salvó pasando el Artibunico (como lo nombran allá, en vez del culto Artibonito) cerca de Bánica. Y cuando fue ya una mujer,  le cumplió su palabra (de donde heredara quizás mi respeto a lo que prometo). De esa unión tan pura de ambos lados, la africana negra y la aria europea, arranca la mezcla racial de mi familia por ese lado. Ya que esta pareja fue la bisabuela de mi abuela.

En la próxima entrega hablaremos de la bisabuela negra de los campos de Barbero que luego sería Pimentel. Hasta entonces. Por ahora, esta nota por unos errores en mi artículo del miércoles.

Nota de corrección: En el soneto Meniantos de Juan Jesús Reyes que aparece en mi artículo https://acento.com.do/opinion/galeria-de-poetas-dignos-de-premios-nacionales-del-pasado-siglo-8907980.html

Llease así, con negritas en las erratonas y que me perdone don Juan donde quiera que su espíritu siga haciendo versos en el espacio infinito.

Meniantos

 Noche estrellada. Paz. Reposo. Alguna

exhalación que pasa. La belleza

y la melancolía que besa

el jardín todo en flor la blanca luna.

*

En el misterio del boscaje una

canción de ruiseñor, una terneza

Mi amada me sonríe.  Con destreza

pone un cocuyo en su trenza bruna;

*

y sus ojos me miran, y me arbarcan

y me interrogan:  dicen como es mía…

Y aspiro un dulce vino de fortuna

*

en mi fiesta interior; mientras se embarcan

en la góndola alba de la luna

mi ensoñación y mi melancolía.