En mi artículo anterior mencionaba, entre los retos fiscales que deberá abordar el próximo gobierno, si el país va a seguir permitiendo un sistema municipal incapaz de resolver ninguno de los problemas comunitarios.

En la República Dominicana existen dos niveles de gobierno: el nacional y el municipal. Cada Gobierno debe tener definidas sus responsabilidades, pero en nuestro país nunca ha existido una frontera precisa que separe las funciones del Municipio y de la Nación.

Universalmente se admite que es atribución exclusiva de la Nación la política exterior, política macroeconómica, emisión monetaria y defensa nacional. Pero en toda otra atribución pública es una opción de cada país la forma en que se distribuye entre uno u otro gobierno. O el grado de centralización del Estado.

La descentralización ni siquiera es un problema de baja carga tributaria, sino de quién administra los recursos públicos, que son de todos. Mucha gente del gobierno nacional cree que transferir recursos a los ayuntamientos implica disminuir los propios. No es así, porque también tendría menos responsabilidades y trasladaría los reclamos por servicios a otra instancia.

¡Pero ojo!, que las dictaduras son centralistas por naturaleza y, tras tanto tiempo de gobiernos dictatoriales o autocráticos, en nuestro país se fue arraigando una cultura centralista, de modo que gran parte de las atribuciones de los municipios les fueron gradualmente sustraídas y pasadas al gobierno nacional.

Lo mismo aplica para la forma como se administran los recursos públicos: lo más democrático es que cada gobierno cobre sus propios impuestos. En torno a eso hay múltiple experiencia internacional sobre las mejores técnicas tributarias a aplicar. Sin embargo, en América Latina se ha desarrollado más el sistema de participación, que consiste en que se concentra la tributación en un solo centro y después se distribuye, asignando una parte a cada gobierno.

De alguna manera, eso fue lo que se pensó cuando se aprobó la Ley para transferir a los municipios el 10%. Esto fue, a la postre, fruto de un proceso de concertación política promovido por la Fundación Siglo 21, que culminó con la llamada “Declaración de Santiago sobre Reforma Municipal” en septiembre del 1994, en que representantes de los partidos políticos, dirigencia municipal, legisladores, academia y la sociedad civil llegaron a un acuerdo para avanzar gradualmente hacia una mayor descentralización del Estado dominicano.

Se esperaba que ese 10% sería un primer paso, entendiendo que, al acercarse el fin de la autocracia, habría espacio para avanzar hacia un Estado más descentralizado. Pero la cultura centralista no desapareció con la democracia.  La descentralización no es sólo un tema económico; es también un asunto de poder político, de transferir capacidad de autogobierno a las comunidades.

Persigue una mayor racionalidad en el uso de los recursos públicos (los encargados de asignarlos conocen más de cerca las necesidades); más pulcritud en su uso (están más vigilados); más justicia social (están en mejor condición de identificar las necesidades y los necesitados), y un ejercicio más pleno de la democracia, al viabilizar una mayor participación de la población en la gestión de sus asuntos.

Sin embargo, con el paso del tiempo, la Nación fue centralizando funciones que serían inimaginables en otros países, como construcción y mantenimiento de calles y avenidas, parques, regulación del tránsito, transporte público y hasta la limpieza urbana. Se ha llegado a un grado tal que, hasta para drenar un charco de agua en Yamasá, reparar un camino vecinal en Jánico, instalar semáforos en Higuey o encausar una cañada en Neyba haya que esperar una decisión de un despacho en la capital de la República.

Cada nuevo servicio centralizado se hizo menos eficiente, perdió la sociedad y se debilitó la democracia. Y la gestión distributiva, porque con la centralización política se concentra el gasto público en la capital, en desmedro de la población del interior.

Despojados de atribuciones relevantes, muchos ciudadanos meritorios del interior dejaron de ver a los ayuntamientos como el medio apropiado para canalizar las exigencias de atención al pueblo, y de ellos mismos canalizar su vocación de ascenso en la vida pública, dirigiendo la mirada crecientemente a las posiciones del gobierno nacional, dejando la política local en manos de gente con menos preparación o escrúpulos, salvo honrosas (pero abundantes) excepciones.

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