La vigencia actual de este tema me induce a adelantarlo en la serie de artículos sobre los desafíos fiscales. En estos días se ha discutido mucho sobre la propuesta de licitación del Plan Social de la Presidencia para adquirir artículos electrodomésticos y alimentos con miras a repartirlos a hogares.  Gran parte de la discusión se ha centrado en la oportunidad de hacer eso en plena campaña electoral, y otra parte sobre las amenazas proferidas por la Directora de esa oficina a algunos periodistas o políticos por oponerse; o bien de calificarlos como enemigos de los pobres.

Para evitar ese calificativo, algunos dicen que no se oponen a que el Gobierno reparta neveras, estufas y televisores a las familias, excepto por el contexto electoral. Yo no soy enemigo de los pobres y tampoco apoyo eso, pero por otras razones más de fondo, sin que la ética electoral y las restricciones a la libertad de expresión dejen de ser razones de peso.

La principal razón es esta: algún día la dirigencia política dominicana y gran parte de la sociedad debe comprender que el dinero público es para suministrar bienes públicos a los ciudadanos, no privados. Y resulta que una nevera o un televisor son bienes privados, de uso particular.

El concepto de bienes públicos se define a partir de varios criterios, pero para evitar complicar al lector diré que son aquellos que el Estado pone a disposición de la ciudadanía sin individualizar al que lo recibe; por tanto, el beneficiario no lo percibe como un regalo personal, ni existe funcionario o líder a quien se le debe lealtad personal.

Se refiere básicamente a infraestructura como calles o carreteras, alumbrado, saneamiento, servicios sociales, seguridad ciudadana, justicia, etc.; o en los casos en que sí se individualiza el beneficiario, este lo asume como un derecho al que tienen acceso todos los que responden a ciertas condiciones socioeconómicas, de pobreza, lugar en que viven o capacidad física o mental.

Pueden incluirse aquí planes sociales de transferencias monetarias generalizadas disponibles para todos los que responden a ciertas condiciones socioeconómicas, pero predefinidas de antemano, sin discrecionalidad de ningún funcionario.  Y eso está en la Ley de Seguridad Social.

Siempre he puesto como ejemplo ilustrativo la evolución política y económica tan disímil que siguieron desde mediados del siglo XX hasta principios del XXI dos países cercanos que estaban destinados a ser muy parecidos: Cuba y la República Dominicana

Cuba puso un énfasis particular en el suministro de bienes públicos, pero casi se olvidó de los privados: buenas notas en calles, carreteras y avenidas ordenadas, ciudades limpias, buena educación, salud, deportes, orden público y seguridad ciudadana; pero reprueba en comida, vestidos, artículos personales y del hogar.

Y en Dominicana todo lo contrario: nos sobra lo que a ellos les falta y adolecemos de todo lo que ellos tienen disponible. Tenemos supermercados repletos y carros en demasía, pero nos falta la infraestructura, el orden y el respeto. Ni qué decir de la educación y la salud, el agua y la electricidad.

¿Y cuál de estos dos caminos tan disímiles es mejor? Ninguno de los dos. La civilización humana requiere de una adecuada combinación entre bienes públicos y privados. En la República Dominicana tenemos una larga tradición de privilegiar la satisfacción de las necesidades privadas sobre las colectivas, y esto se refleja en el bajísimo coeficiente de tributación con que convivimos por décadas: es la preeminencia de lo individual sobre lo colectivo.

Y para colmo, de la escasa porción presumiblemente destinada a lo público, se sustrae una parte para satisfacer necesidades privadas.  Tenemos un Estado capaz de donar carros y microbuses, pero no de hacerlos respetar la luz roja del semáforo.

Esa cultura del Estado dedicar recursos a lo privado está muy arraigada en la psiquis dominicana. A Balaguer le encantaba construir casas para donarlas, y los gobiernos subsiguientes, al ver que las viviendas salen muy caras por cabeza, los dedican a regalos navideños, de las madres, así como botellas y nominillas.

Y sin cambios en esa cultura, no habrá nunca pacto fiscal. Y sin ello, no habrá ríos saneados, ni una población saludable, educada y orgullosa de vivir en un país seguro y solidario.

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