Tuve la dicha de haber sido formada por un gran jurista y ser humano excepcional: Wellington J. Ramos Messina, quien dejó este mundo hace unos días, para pesar de su familia y de todos  los que le queríamos y admirábamos.

Don Wellington,  junto a su entrañable e inseparable hermano Emmanuel, hijos del gran penalista y humanista Leoncio Ramos, fundaron el Bufete Ramos Messina, convirtiéndose en los más grandes exponentes del Derecho Corporativo y Comercial en el país.

Entre las múltiples cualidades que le adornaban estaba la de una honestidad y ética a toda prueba.  También poseía esa humildad y sencillez que sólo acompañan a los sabios. Pragmático, sagaz y con un agudo sentido del humor, compartió su vocación por el Derecho con sus innatas habilidades para la música, la mecánica y la electricidad. Era capaz de tocar diversos instrumentos sin haber estudiado música.  De inventar equipos y mecanismos, como su famosa central telefónica o de reparar cualquier cosa que llegara a sus manos. 

Disciplinado a tal extremo que su llegada y salida de la oficina tenían la rigurosidad del mejor reloj suizo.  Siempre tenía una sonrisa o un chiste a flor de labios, así como la respuesta de que estaba muy bien y que era el resto, en todo caso, que no lo estaba.

Auténtico, sincero y humano, tenía un gran sentido de la familia, de la amistad y de las relaciones humanas, filosofía de vida que legó a sus hijos, especialmente a Ricardo, su fiel y firme heredero en la práctica del Derecho y otras virtudes humanas.  Por ello conservó a sus leales compañeros, entre ellos, al  muy querido por todos, Félix Montaño, hábil mecanógrafo de profesión y caricaturista por pasión; la incansable y meticulosa Dra. María del Rosario Rodríguez de Goico, la más rigurosa Notario  que he conocido; la valiosa  Francia, quien manejaba el Derecho Societario mejor que muchos abogados; y la dulce  Nurys, siempre atenta a las llamadas y visitas a la oficina.

Son tantas las enseñanzas y vivencias que atesoro de Don Wellington, que sería imposible describirlas.  Podría resumirlas en que  no sólo aprendí de sus vastos conocimientos jurídicos sino de su ética de vida, la cual prodigó un ejercicio profesional honesto, un manejo escrupuloso de los conflictos de intereses, el cabal cumplimiento de sus deberes ciudadanos y la independencia de criterio que no cedía  ante el poder político o económico. Prefería perder un cliente antes que complacerlo haciendo algo  a su juicio incorrecto o desapegado a los cánones morales. Por algo mi padre, Juan Bautista Vicens Coll, quien fue buen amigo de los Ramos Messina, entendió que ese era el lugar preciso para formarme.

También estaba dispuesto a asumir el costo de no abanderarse a un tema en el que no creía, aunque se entendiera políticamente correcto, como fue el caso de la ley de colegiatura de los abogados; en el que el tiempo le ha dado  lamentablemente la razón.

Aunque no participó en la política, amaba la libertad y la democracia, renegando de todo aquello que las disminuía, pero le hizo un gran aporte  formando a uno de sus pupilos predilectos, Emmanuel Esquea Guerrero, fiel exponente de su legado de honradez e integridad.

Como pionero de los abogados que trabajaron en los temas de inversión extranjera en el país, sabía la importancia de la seguridad jurídica para propiciar el clima de inversiones. Por ello participó honoríficamente en muchas iniciativas  que buscaban mejorar nuestro marco regulatorio y fortalecer el Estado de Derecho. Desde la FINJUS, institución que presidió, trabajó incansablemente por la institucionalidad y la reforma del Poder Judicial.

En medio de tanta ausencia de valores, de la pérdida de la capacidad de distinguir entre lo correcto y lo incorrecto, de entender cuándo existen conflictos de intereses, siempre recordaremos a Don Wellington como el Cyrano que rechazaba la mentira, la debilidad y el compromiso.

Con su delgada silueta y su voz alegre, fue un hombre de una grandeza invaluable y una firmeza de espíritu inquebrantable, que tuvo la valentía de defender sus principios  sin dejarse conquistar por el dinero o la fama, accidentes mundanos que muy poco le importaron pues sólo ambicionó ejercer decentemente la profesión de abogado, educar a una familia de bien y vivir de una manera honorable, lo que logró ejecutar cabalmente.

Con gran pesar pero, a la vez, con gran orgullo, despedimos a este excelso dominicano, quien merece que le rindamos los más importantes honores, aquellos que, tristemente, por la vaciedad de nuestra sociedad no recibió en vida, en la justa proporción que los merecía. 

Ha muerto uno de nuestros más grandes juristas, de nuestros más rectos ciudadanos, pero sobre todas las cosas, un hombre íntegro y de bien cuyo ejemplo deben emular sus descendientes y todos aquellos que tuvimos el privilegio de conocerle.