Detrás de toda prueba se esconde una oportunidad. La reciente campaña negativa en contra del turismo dominicano propone dos lecciones atendibles: en primer lugar, revela la inconsistencia de una industria asociada a la paz social; y, en segundo, nos induce a repensar el modelo.

Ninguna economía es sostenible cuando ata su rendimiento a unos cuantos rubros. Sobre todo, tratándose, como nuestro caso, de aportaciones derivadas de servicios. No tenemos una plataforma productiva ni exportadora robusta. Nuestra dependencia del turismo es de altísima sensibilidad. Cualquier contingencia, incidencia o información inapropiada puede provocar la estampida de visitantes hacia otros destinos. Esa circunstancia no solo nos obliga a mantener niveles óptimos de inversión y mantenimiento de vías, seguridad, controles e imagen sino a cuidar del clima de convivencia social y política. 

Durante los primeros seis meses del año pasado, las 74,000 habitaciones hoteleras del país registraron una ocupación promedio de 82%, la más alta de la región. Se estima que para este año el país contará con 98.000 disponibilidades, cerca de la mitad de ellas en Punta Cana. La contribución directa e inducida de la industria en el 2015 al Producto Interno Bruto superó los RD$500 mil millones equivalente al 16% del PIB, y la participación directa en el empleo fue superior a los 597 mil puestos de trabajo.

A pesar del crecimiento sostenido de la oferta turística y de su impacto en la generación de empleos y divisas, nuestra tasa de competitividad en el sector está muy baja. Según el Índice de Competitividad de Viajes y Turismo de 2017, elaborado por el Foro Económico Mundial, la República Dominicana quedó muy alejada de los líderes de la región al ocupar la posición 76 del mundo y la 13 de los 20 países incluidos de la región de América Latina y el Caribe. A pesar del eufórico optimismo que siempre ha alentado el auge de la industria, todavía falta mucho por ver y hacer. Uno de los puntos más sensibles es la revisión del modelo de desarrollo turístico y su impacto social en las localidades de entorno, zonas ancestralmente deprimidas.   

La industria turística, beneficiada de generosos incentivos, no ha sido socialmente retributiva. Es cierto que mueve el empleo y las divisas, pero ese aporte no se concretiza de forma relevante en la vida de las regiones bajo su influencia. Esa realidad ha obligado a una oferta de servicios de “fortaleza” en la que la estancia del visitante queda confinada entre las murallas de los resorts sin enlaces vivenciales con las comunidades. Tender ese puente es esencial para diversificar y hacer más competitiva la oferta, pero supone grandes inversiones en seguridad, estructuras, limpieza y tránsito de esas localidades.

Los gobiernos han hecho su aporte al desarrollo de infraestructuras viales de los grandes polos, pero no han podido evitar que muchas de esas comunidades se conviertan en conglomerados que amenazan la estabilidad y, en algunos casos, la sostenibilidad de las ofertas. Tampoco los ayuntamientos reciben los ingresos necesarios para asumir esas ejecuciones. Es tiempo de repensar la estrategia y animar las iniciativas asociadas entre el sector privado con el gobierno central y el municipal. Nos es justo que esos pueblos solo se beneficien del empleo, muchas veces muy bajos; se impone un esfuerzo coordinado de todos los actores involucrados para que el turista sepa que llegó al país y no a la vecina república de Punta Cana.