En todos los ámbitos sociales de nuestro país mujeres dominicanas o extranjeras siguen cayendo victimas de la manifestación más extrema del abuso y de la violencia de género: el feminicidio. No debemos olvidar que, según la consideración del 65% de las personas entrevistadas para la encuesta Gallup-Hoy publicada en marzo de 2018, los segmentos de la población más discriminados por los dominicanos son los homosexuales, los transexuales y las mujeres.

El origen de la violencia contra las mujeres en el seno familiar se remonta a una concepción de poder por parte del padre o marido hacia los hijos y la esposa con el fin de mantener el equilibrio de la estructura patriarcal.

El sistema patriarcal de género, o sistema machista, crea todavía, hoy en día, las condiciones objetivas y subjetivas para que los hombres agredan a sus parejas y que ellas lo aceptan.  Las relaciones de poder que se dan en el seno familiar, en todos los ámbitos sociales de la República Dominicana,  generan violencia y maltrato.  Estas relaciones  constituyen un complejo entramado que entrelaza varios elementos como el poder del dinero, la voz de imposición, el no saber comunicarse más que a golpes, el silencio de las mujeres, el temor a denunciar.

Estos patrones culturales de género instalados en lo privado se extienden a los ámbitos económico y público, así como a los imaginarios religiosos; se nutren de ellos para garantizar su propia permanencia en el tiempo. Podemos encontrar un ejemplo al respecto en la problemática de la lucha a favor o en contra del aborto, donde iglesias y legisladores van todavía de la mano para violentar los derechos de la mujer.

Por eso se mantiene una compleja indiferencia de parte de la sociedad ante la violencia doméstica, a los “pleitos de parejas”, y a las relaciones de dominación que imperan dentro de una familia. Se sigue transmitiendo culturalmente  la concepción de las mujeres cosificadas y pasivas: “las niñas son de la casa, los hombres de la calle”.

Los modelos de ser hombres están asociados a la fuerza, a la agresividad, y a todo un conjunto de atributos, valores, funciones y conductas que se suponen esenciales al varón y que son reforzadas y retroalimentadas por nuestro medio, la sociedad de consumo, los medios de comunicación y las redes sociales. Cuando se promocionan las relaciones afectivas, juveniles y adultas con el único criterio de la posesión del otro, se facilitan vínculos enfermizos que terminan anulando a las personas. Nadie se vuelve violento de la nada.

En el discurso se castiga las expresiones de violencia y dominación; sin embargo, las más de las veces, la sociedad se muestra indiferente, mantiene y reproduce situaciones de violencia que favorecen la inequidad de género tanto en el espacio público como en el privado.

La doble moral imperante en la sociedad dominicana no ayuda a aclarar los roles. Se acepta la poligamia masculina en todas las clases sociales: “es un león, un macho de hombre”, “a mí me quiere más que a ella”, expresan unos u otras. Aún hoy en día hay una especie de tolerancia a que los empleadores se propasen con las trabajadoras domésticas o que los jefes acosen a sus subalternas, o que se cuestione la moralidad de la víctima de una violación o de un feminicidio.

Frente a la ola de violencia y de feminicidios se perciben algunos cambios en el campo de la conciencia de las mujeres, que ven con más claridad que una relación puede ser toxica pero que, sin embargo, no pueden salir de este ciclo sin ayuda especializada.

Para ellas nunca es fácil salir de las garras de una persona a la cual las pueden atar sentimientos profundos, hijos, intereses económicos y sociales tomando en cuenta, además, que este tipo de relaciones genera en las víctimas una falta de auto estima, sentimientos de culpabilidad, inseguridad, miedo social y a la soledad.

Queda claro que esta no es una problemática que pueda tratarse y solucionarse solamente con la creación de leyes o la intervención del Estado, con sus fiscales, jueces y legisladores como se ha demostrado en el caso de Celae, cuyo verdugo tenía una orden de alejamiento.

El asunto va mucho más allá. Si bien hay numerosos casos  patológicos, muchos de los llamados feminicidios tienen su origen en relaciones afectivas tóxicas y marginales, alimentadas por la falta de valoración de uno mismo, la pobreza y la ausencia de padres o familiares cercanos, así como por la falta de modelos de convivencia sana a los que aspirar.

La violencia intrafamiliar es un problema de sociedad, de valores, de educación y de ejemplo, que debe venir desde las más altas instancias del Estado: no solo existe la corrupción económica, sino también la corrupción moral en quienes deberían constituir grupos de referencia social.

Si un vice ministro puede violar impunemente a una funcionaria extranjera, si soto voce la gente se pregunta cuántas queridas tienen nuestros dirigentes, si las chapeadoras buscan su suerte en las altas esferas gubernamentales, ¿cuáles son los valores que promovemos desde arriba hacia abajo? En la vida los discursos éticos no bastan, necesitamos vivencias, experiencias para aprender.

Si en los barrrios “vulnerables” y “permeables”, donde los índices de desarrollo humano están por el suelo, pero también en las clases y sectores acomodados impera la violencia, ¿qué podemos esperar de nuestros futuros adultos si, a través de la educación no se inculca la conciencia de la propia dignidad?

Para enfrentar esta realidad hace falta llegar hasta las raíces. Nos toca estudiar, comprender y redefinir el comportamiento y la identidad del dominicano de mañana. Necesitamos trabajar con la salud mental de la población, inculcar una nueva masculinidad, forjar conciencia social y ciudadania,  enseñar la cultura de paz y la responsabilidad desde la infancia y exigir un régimen de consecuencias.