No tengo duda que todos agradecemos la labor que hacen los maestros con nuestros hijos. Apreciamos ese esfuerzo, paciente y sistemático por enseñarles las primeras letras, las tablas de multiplicar o los rincones de la geografía. Le regalamos una sonrisa en las mañanas cuando los recibe en el salón de clases, seguros que, al recogerlos, terminada la sesión de estudio, estarán crecidos y algo habrán avanzado en el camino de hacerse hombres y mujeres útiles. No tengo dudas de que nosotros admiramos y respetamos a los maestros.  Sin embargo, me pregunto qué pasaría si en una de esas conversaciones que solemos tener con nuestros hijos sobre sus planes y el futuro, nos dijeran “quiero ser maestro” ¿Qué le diríamos? Posiblemente, intentaremos convencerlos de las virtudes de estudiar medicina, ingeniería, abogacía u otras de las profesiones que consideramos ofrecen mayor reconocimiento social y, sobre todo, seguridad económica.

La realidad es que consideramos al maestro como una suerte de misionero que, con gran vocación de renuncia, se entrega al sacrificio de formar y educar sin prestar mucha atención a los costos personales que ello entraña. En cierta medida, convendríamos en que esa vocación de entrega debe formar parte de la mística del magisterio, pero también sabemos que es necesario rescatar y fortalecer el prestigio social de una profesión sin la cual no podremos abrir las puertas al bienestar que nuestros países se merecen.

Si una profesión está llamada a influir en las transformaciones, no sólo socioeconómicas, si no, sobre todo, en las éticas y morales que nuestras realidades demandan, es la del maestro. Cómo pensar en un país próspero, con posibilidades de una vida digna para todos, sin exclusión y marginalidad, sin la noble y necesaria contribución del maestro. Ningún proyecto social, planes de lucha contra la pobreza, medidas para frenar la violencia, mantener el orden social y construir una sociedad más justa, equitativa y solidaria podrá tener éxito si no contamos con maestros; pero, sobre todo, con buenos maestros, que promuevan con el ejemplo de vida y con su actividad profesional la motivación y la meta de los ciudadanos que necesitamos formar.

De ahí que se hace urgente ir al rescate de la profesión. Y en esa urgencia, todos tenemos responsabilidades que cumplir: el Estado, las universidades, los centros educativos, funcionarios, padres y maestros…todos. Garantizar el derecho a la educación impone a todos los actores sociales el deber de mejorar los aspectos organizativos, técnicos pedagógicos, de infraestructura y de recursos, pero, sobre todo, el deber de revalorizar la profesión del maestro, incluso económicamente, para que se convierta en una opción profesional atractiva que despierte el interés y la vocación de nuestros mejores jóvenes. Que ser maestro sea algo más que un “puesto de trabajo” y se convierta en una profesión de competencias crecientes y en objeto de reconocimiento social.

La gran contradicción radica en que no podemos emprender esa reivindicación si al mismo tiempo persuadimos a nuestros jóvenes, hijos incluidos, de que no se conviertan en maestros. La educación es la verdadera visa para el sueño de una sociedad mejor. Así que pensémoslo bien. ¿Qué diríamos si nuestro hijo quiere ser maestro? Por el bien de todos, ofrezcámosle la motivación que necesita, y tengamos esperanzas acerca del futuro que la profesión de maestro tanto se merece.