Eso de despedir a un simple empleado del Estado, técnico o profesional bien calificado, cumplidor de sus deberes, con vocación de servicio, disciplinado y honrado (aunque no haya quien lo sustituya con iguales atributos), simplemente porque es miembro o simpatizante de un partido opositor, se me antoja una vendetta fundamentalista en un país que necesita aprovechar su mejor talento, más allá de credos y pertenencias, para hacer frente al atraso con eficiencia. Repetir, como lo vemos, esa nefasta práctica es reiterar, a estas alturas del Siglo 21, que el Estado sigue siendo un vulgar premio de lotería electoral.