En nuestra vida diaria ya nos hemos habituado a aceptar sin más toda imagen, toda representación, toda propuesta visual como absolutamente verdadera, cierta, sin osar cuestionarla jamás. Solemos tomar las imágenes como algo fuera de toda duda y cuestionamiento, como si pertenecieran de modo natural a un régimen de verdad y creencia. En este régimen de pensamiento, toda imagen sería per se verdadera e indubitable: un relato de verdad. Pero de lo que se trata es de aprender a leer las imágenes de nuestro mundo con auténtico sentido crítico; de aprender a interpretarlas, a descifrarlas, a descodificarlas, a ubicarlas en sus contextos, reconociendo sus usos, pero también sus abusos.
La cultura visual es invasiva. Lo invade todo, lo público y lo privado, la vida social y la íntima. El reino de la imagen se expande hasta abarcar el mapa de las culturas populares, las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones, el computador personal, la publicidad análoga y digital, y todo lo que se mueve en el ámbito de las imágenes. Pero los usos no siempre son idóneos y hay claros abusos. Por ejemplo, el exceso de anuncios y letreros publicitarios en la ciudad (y en el campus universitario de la UASD en épocas de campaña electoral interna) produce un contaminante ruido visual. De otro modo dicho: polución visual.
Pensemos por un momento en la autofoto, la llamada selfie o selfy en inglés, término de uso común aceptado ya por todos. Una autofoto es un autorretrato realizado con una cámara fotográfica, normalmente una cámara digital o un dispositivo móvil, inteligente o no. Se trata de una práctica generalizada, muy vinculada a las redes sociales, convertida en moda, que exacerba el narcicismo y el afán de notoriedad de la gente. Antes la autofoto sólo era posible si se tomaba sirviéndose uno de un espejo o programando el aparato por unos segundos. Lo normal era que los demás nos tomaran fotos o que les tomáramos fotos a los demás, pero casi nunca nos tomábamos fotos a nosotros mismos. Ahora la autofoto está a la orden del día. Pocas cosas desatan tanta fiebre y furor como la selfie. Y pocas molestan tanto como estar con alguien que en lugar de hablar y compartir con uno se la pasa tomándose autofotos.
Otro dispositivo de la cultura visual, la pantalla electrónica, es tan invasivo como funcional. Funciona como eficaz estrategia de comunicación por tres razones: 1) anuncia un producto comercial; 2) reproduce eventos sociales, artísticos y culturales; 3) ofrece una imagen del mundo actual, rápida y fragmentaria.
Tomo como muestra la ciudad de Santo Domingo, invadida hoy por vallas publicitarias y pantallas electrónicas. Mientras la recorro conduciendo, me detengo en una intersección de avenidas frente a una pantalla gigante. Podría ser la 27 de Febrero con Abraham Lincoln. O la 27 de Febrero con Isabel Aguiar. O la 27 de Febrero con Winston Churchill. O la Churchill con Sarasota. O Las Américas con Venezuela. O la Mella con San Vicente. O la Mella con Charles de Gaulle. O el cruce de Sabana Perdida. La publicidad digital exterior ha irrumpido en nuestras vidas. Las pantallas gigantes nos esperan y nos acechan en cualquier punto de la ciudad.
Se podría tomar esta breve lista de lugares conocidos -esta geografía mediática, si se quiere- como un simple rastreo de tecnologías visuales urbanas. Los spots publicitarios nos brindan una imagen fragmentada del mundo y de la realidad. Pero sería erróneo suponer que no hay en estas plataformas una estética definida por no haber un elemento artístico propio. La hay, ciertamente, por el mero hecho de haber una percepción sensorial, un efecto estético y un código que ha de ser descifrado al momento del contacto visual por el público de la calle, por el hombre de a pie, el transeúnte o el conductor.
Las culturas visuales testimonian cada vez más los cambios de paradigmas en la sociedad y el arte. No sólo toman conciencia de los cambios sociales y culturales, sino que también asimilan las nuevas tendencias y expresiones artísticas y las estéticas experimentales. Comunican así una visión del mundo y de la realidad, no por fragmentaria menos significativa, además de producir un efecto estético.
Si bien las abarcan, las culturas visuales no se limitan al campo de la cultura popular, ni tampoco a las bellas artes tradicionales, pues comprenden todo el espectro de las artes visuales contemporáneas. De hecho, uno de sus alcances consiste en borrar las viejas fronteras que separaban a las “bellas artes” de las “artes útiles” y las artes populares. Conocer, estudiar y enseñar estas culturas de nuestra época significa comprender las imágenes como signos-objeto en el doble plano de significante-significado. Significa no sólo aceptarlas porque están ahí, sino también analizarlas con espíritu crítico en sus propuestas, relaciones y contextos en un entorno cada vez más complejo, interrelacionado e interdependiente.
Las imágenes forman, deforman, informan, desinforman y, a veces…también transforman. El modelo educativo predominante pone el énfasis no tanto en el conocimiento cuanto en las competencias y habilidades del estudiante. Las corrientes pedagógicas en boga subrayan con acierto el vínculo que existe entre la educación artística y las artes visuales en la formación de la identidad del estudiante (K. Freedman). Sabemos que el arte participa en la dinámica de la formación del sujeto (Kristeva). Hoy hace falta un nuevo tipo de proceso de enseñanza-aprendizaje en la lectura e interpretación de las imágenes. No se trata sólo de enseñar y transmitir un contenido o saber por medio de imágenes, como hacía la escolástica medieval, sino sobre todo de enseñar a leer las imágenes mismas. Por eso, la enseñanza de las artes y las culturas visuales debe formar parte integral de la educación superior. Debe aparecer incluso en los planes de estudios de todas las facultades, y no sólo las de artes y humanidades. No basta con enseñarle al estudiante universitario de hoy “cómo” leer el libro, el periódico, la revista, “el folleto”, la página Web. Es preciso también que aprenda a “leer” las imágenes de su entorno más inmediato, de “su” mundo. Este sería el punto de arranque para poder leer en el gran libro del mundo.
El gran Marcel Duchamp puede servirnos hoy de ejemplo. Mediante los ready-made, objetos encontrados y expuestos en museos, provocó y escandalizó al público de su tiempo, haciendo que la mirada del espectador se fijara de otro modo sobre el “objeto artístico”, llevándole a cuestionar su propia racionalidad y la forma en que percibe los objetos que le rodean. Porque hay quienes ven, pero no miran.