Negar el derecho de un político o de un ciudadano a decir en público lo que probablemente muchos de ellos piensan o sienten, por ejemplo, de mis libros, artículos o de mi vida profesional, equivaldría también a asestar un golpe mortal a mi derecho a expresar libremente mis ideas.
Si tal político no agrada a un diario, o a los que trabajan en él, o éstos disienten de sus posiciones sobre un tema de interés público, es parte del juego democrático aceptar el derecho de aquellos a sostener las mismas opiniones sobre el trabajo periodístico.
La prensa no está por encima de la ley ni de la crítica. Uno de los grandes males que afecta el periodismo dominicano nace precisamente de la creencia de muchos periodistas de que sus análisis y conclusiones sobre las realidades que comentan son infalibles o constituyen verdades absolutas.
Es cierto que la prensa ha sido víctima de la intolerancia de quienes no creen en ella o la ven como un obstáculo a sus ambiciones desmedidas. Pero no es menos cierto que muchos ciudadanos, en la política, la farándula, el deporte y el gobierno, son con la misma frecuencia víctimas de los prejuicios y la incompetencia de quienes han encontrado en el ejercicio del periodismo un medio para exhibir sus mediocridades intelectuales.
A menos que esté preparada para aceptar los más severos juicios sobre su papel, la prensa nacional, y en particular los periodistas, no estaremos en condiciones de contribuir eficazmente a la creación de un clima libre y sin prejuicios para el debate de las ideas, lo cual es fundamental para la democracia.
Por desgracia, los ejemplos diarios de intolerancia periodística son tantos como los que la prensa critica.