En distintos foros y en mi columna de más de cuatro décadas ininterrumpidas en diarios nacionales, he sostenido que los periodistas no estamos totalmente exentos de la intolerancia que erosiona el clima de respeto a las opiniones ajenas que caracteriza el ejercicio democrático. Así como la prensa tiene absoluto derecho a formarse los juicios más severos sobre los líderes nacionales, en la misma medida éstos pueden forjarse los suyos con respecto a los medios y, en particular acerca de quiénes escribimos en ellos, sin excepción.
Esa incuestionable realidad no es comúnmente aceptada en los círculos periodísticos, ni por los que hacen periodismo y viven de la actividad, y por aquellos que frecuentemente son víctimas de lo que ya muchos llaman intolerancia mediática.
Si la crítica, a veces amarga, dura y sistemática, contribuye a recordarles a ciertos dirigentes políticos sus limitaciones y el alcance de la prensa en una sociedad democrática, de igual manera los periódicos y los periodistas deben aceptar que ella se le aplica en lo que a las deficiencias de los analistas y el medio se refieren.
La libertad de expresión garantiza el derecho de los ciudadanos a emitir sus ideas libre de toda coacción o presión. Así está establecido en nuestra Constitución, en muchas otras constituciones y en la declaración Universal de los Derechos Humanos. Y esto, por supuesto, no excluye a la prensa ni a los políticos.
Sin embargo, una de las distorsiones más extendida acerca del papel de los medios es aquella que la sitúa por encima de la crítica. Como cualquiera que opine, los periodistas tienen el derecho a la equivocación. Pero igualmente las víctimas de sus errores y prejuicios tienen el mismo derecho a disentir de sus opiniones y conclusiones.