“Leed, decía Francis Bacon, no para contradecir y refutar, ni para creer y aceptar, ni para hallar palabras o discursos, sino para pensar y considerar”. Camila Henríquez Ureña
Hace unos pocos meses, una profesora de Puerto Rico se desahogó en redes sociales y se confesó frustrada frente a la falta de interés de los estudiantes con respecto a la educación. La docente, llorando, afirmó que no había visto cosa igual. En su clase, muchos estudiantes simplemente no se conectaban, no participaban, no seguían las tareas, y los pocos que aparecían le decían abiertamente que no les importaba no hacer nada. Como ella, docenas de maestros han pegado el grito al cielo con la actitud de cientos de estudiantes en el contexto virtual que impone la pandemia del COVID-19. Pero esto no es de ahora. Esta actitud negligente frente a los estudios ya era corriente en las escuelas.
La prueba PISA (2018), que mide las competencias educativas de los estudiantes en los renglones de lectura, ciencias y matemáticas, posiciona a la República Dominicana frente a 78 países en uno de los últimos lugares. El 80 % ni siquiera superó el nivel más básico de comprensión lectora. Según los resultados, los alumnos solo entendían el significado literal de una oración o fragmentos aislados. Hablamos de estudiantes de 15 años, cuyo cerebro se supone dotado de facultades organizativas para manejar distintos puntos de vista y sacar conclusiones.
Ahora, más allá de cuestionar la capacidad cognoscitiva de los estudiantes, creo preciso abundar en el tema del interés, del mero deseo de estudiar. Porque no resulta tan simple como parece y no solo se circunscribe al alumnado. Por tanto, me gustaría explorar las posibles razones que motivan esta postura frente a lo académico y ver cómo esto se constituye en un problema social.
El clima de la inmediatez
Uno de los motivos que distancia a los estudiantes de la lectura es el clima de inmediatez que impera en la sociedad. Vivimos bajo la influencia de las tecnologías de la información y la comunicación, en una época en la que importa lo instantáneo y fácil y se relega nociones de desarrollo, proceso y continuidad en aras de obtener resultados rápidos.
Así lo comenta Francesc Miralles (2010) en un artículo: “La cultura de la impaciencia se empezó a gestar con la revolución industrial y ha llegado a su cénit esta última década. Con la implantación masiva de Internet y de la telefonía móvil, nos hemos acostumbrado a los resultados inmediatos”.
Miralles también cita al psicólogo barcelonés Miguel Ángel Manzano, quien señala que la recurrencia constante en el mundo digital ha condicionado nuestro cerebro a esperar esos ritmos de reacción en los demás ámbitos de la vida. Esta concepción del tiempo necesariamente condiciona la relación del estudiante con el trabajo académico.
Los estudios requieren espacio, procesamiento, análisis, digestión. Pero ocurre que los estudiantes, que en su mayoría desconocen el valor real del conocimiento, copian y reproducen información, en vez de inferirla y producirla, y en última instancia conciben el material académico como un medio para salir de algo y no como fin último. En un reportaje de Luciana Carrasco del Listín Diario, un maestro con más de 35 años de experiencia expresó también que los estudiantes utilizan la tecnología para escatimar esfuerzos y reproducir informaciones sin leerlas. Comentó que hubo un tiempo en el que los estudiantes se motivaban a investigar y aprender. Pero ahora, pese a disponer de dispositivos inteligentes y tener acceso ilimitado a material académico, literario y científico, la mayoría de estudiantes prefiere consumir otro tipo de contenido.
Un estudio presentado en el Instituto Nacional de Formación y Capacitación del Magisterio (INAFOCAM) sobre la competencia lectora indicó que un porciento importante de estudiantes de Educación Secundaria utiliza estos dispositivos para recrearse y navegar por redes sociales. En este sentido, el neurocientífico francés Michel Desmurget refiere que estos usos de dispositivos digitales tienen profundas repercusiones cognitivas. “Se ha observado que el tiempo que se pasa ante una pantalla por motivos recreativos retrasa la maduración anatómica y funcional del cerebro dentro de diversas redes cognitivas relacionadas con el lenguaje y la atención” precisa. Desmurget citó en una entrevista para BBC News, además, los dispositivos que considera propiciadores de una postura pasiva y alienante del pensamiento:
Esto incluye, por orden de importancia: la televisión, que sigue siendo la pantalla número uno en todas las edades (películas, series, clips, etc.); luego los videojuegos (principalmente de acción y violentos), y finalmente, en torno a la adolescencia, un frenesí de autoexposición inútil en las redes sociales. (Hernández Velasco, 2020)
Como se dijo, no pretendemos cuestionar las capacidades cognitivas del estudiante, sino hacer constancia de los usos e influencia de los dispositivos tecnológicos y su relación con la educación. Evidentemente, no podemos ignorar ni prescindir de las tecnologías de la información y su impacto en el mundo. Pero creo que se debe reorientar el acercamiento del estudiante hacia dichos dispositivos y desarrollar capacitaciones personalizadas en materia de herramientas de búsqueda e investigación. Sobre todo, pienso que se debe reivindicar el valor del conocimiento y su rol en la concepción del pensamiento crítico y el desarrollo pleno de las facultades humanas. Pero existe una cultura hegemónica que dificulta estos objetivos, un esquema auspiciado por una maquinaria de publicidad aplastante e incisiva, que dirige la opinión pública y opaca cualquier fogonazo de subversión. Una cultura que puede tomar múltiples formas, de las cuales escojo una a modo de representación.
La cultura de la música urbana
Ya desde Aristóteles se reconoce los valores y el poder que tiene la música para educar a la gente. Según el filósofo en su Política, la música incide en la moral de los ciudadanos y tiene relación con la estabilidad política. Curiosamente, la atmósfera de lo inmediato se corresponde con la lógica de la denominada “música urbana”. Y no me refiero a esa música que alguna vez se concibió como símbolo de denuncia y resistencia de las clases sociales más marginadas y desfavorecidas frente a las fuerzas hegemónicas de los Estados Unidos en el siglo pasado. Aquella música que, en palabras del sociólogo norteamericano Elija Anderson, representaba el “ícono del gueto, que es donde vive la gente negra, simbolizando una parte muy concreta de la ciudad marcada por la pobreza, el crimen, las drogas y la violencia».
Me refiero al objeto de mercado que la industria musical ha explotado y difundido por Latinoamérica y el mundo. El discurso que vuelve tendencia instantánea a sus exponentes, que insta al consumidor a idolatrar la personalidad y el placer, a tener la ilusión de que retumba por donde va y que le infla con la sensación de que puede resolver y brillar en sociedad.
Por supuesto, no se pretende con esto condenar al género. Más bien, se procura sacar a relucir algunos hechos que me parecen relevantes en lo que buscamos. Evidentemente, la música urbana tiene gran impacto en los estudiantes, sobre todo en los jóvenes que pertenecen a las clases más pobres. Basta observar cómo influye en su forma de vestir, de hablar, de concebir el mundo y la vida. Es decir, la cultura que subyace en esta música no solo promueve una imagen, un producto, una idea, sino una forma de pensar; una forma de ser y de interactuar con los demás. En este sentido, Jiménez (2016) cita al sociólogo dominicano Dagoberto Tejeda Ortiz, quien apela al fin primario de la concepción de la música urbana y subraya que dicho género busca expresar el descontento de los jóvenes frente a una sociedad plagada de desigualdades y “falsos puritanismos”.
Pero, sin ánimos de desafiar a las autoridades competentes, se debe insistir en observar el panorama completo. Y es que la cultura urbana está marcada por un férreo individualismo y un principio de irrespeto hacia las posturas de poder. En el contexto de la educación, no resulta extraño que los consumidores de esta cultura tiendan a chocar con padres, docentes o directores. Pero, sobre todo, tampoco es de extrañar que estos mismos consumidores promuevan una indiferencia total por contribuir, participar y sumar en el desarrollo de una sociedad más justa y enriquecedora. A este respecto, rescato un pasaje hermoso y contundente de la Ley 66-97 (Ley General de Educación de la República Dominicana), sobre el verdadero fin de la educación:
Formar personas, hombres y mujeres, libres, críticos y creativos, capaces de participar y constituir una sociedad libre, democrática y participativa, justa y solidaria; aptos para cuestionarla en forma permanente; que combinen el trabajo productivo, el servicio comunitario y la formación humanística, científica y tecnológica con el disfrute del acervo cultural de la humanidad, para contribuir al desarrollo nacional y a su propio desarrollo. (Ley 66-97; capítulo II; art. 5: a)
La cultura de la música urbana hace un énfasis enfermizo en la imagen del individuo y su proyección social. Por eso, importa el qué conseguir y el cómo verse. Importa lo que digan los denominados “influencers”, lo que ellos juzguen de valor y trascendencia. Importa importar. Los consumidores no se preocupan en identificar y cultivar sus aptitudes en pos de servirse a sí mismos o a sus sociedades, sino en aprovechar las oportunidades que prometan sacar mejor partido de las circunstancias. Así crece el estudiante, orientado a esquinarse y perseguir su pequeño triunfo personal, por encima del ideal y el esfuerzo combinado de producir lo mejor del potencial humano.
El sistema educativo dominicano: docentes sin vocación vs. padres desentendidos
El estadista alemán Andreas Schleicher, responsable de la prueba PISA (2018), expresa que la calidad del docente es fundamental para obtener mejores resultados académicos. Es obvio, pero en RD no parece tomarse muy en serio. Según Educa, el desempeño docente alcanza el 3 % de excelencia académica (2018). Es una cifra alarmante, pero justificada. La denominada “Revolución Educativa”, con la extensión de la jornada escolar y los respectivos aumentos salariales, hizo de la carrera docente una suerte de oportunismo. Por esta razón, miles de maestros sin vocación ni capacidad plagaron las escuelas. Sucedió que muchas personas descubrieron que podían ostentar sueldos de 50-65 mil pesos mensuales siguiendo las pautas de un libro de texto y asegurándose de que los alumnos se mantengan en sus aulas. Era cuestión de saber mantener domados a los estudiantes por períodos de 2-3 horas por aula, hasta completar las 8 reglamentarias de la jornada laboral.
Por eso, no resulta extraño que la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) registrara la cifra récord de 27,888 matriculados en la licenciatura en Educación en el 2018, la más demandada del centro educativo, muy por encima de la tiránica carrera de Medicina y la no menos excéntrica Mercadotecnia. Es así como el renovado “interés” por la educación ha traído consecuencias importantes. Ahora contamos con miles de maestros incompetentes que condenan generaciones enteras de estudiantes, mientras el Gobierno de turno solo se enfocaba en construir escuelas y gestionar almuerzos escolares. Muchas edificaciones, programas, consorcios y estrategias sin resultados netos reales.
Por otro lado, en el reportaje de Carrasco (2020), una maestra con más de diez años de experiencia refiere que el método utilizado actualmente en el proceso de enseñanza-aprendizaje es el del constructivismo. Una teoría fomentada por el catedrático español César Coll y otros autores, que resalta el papel activo del estudiante sobre el conocimiento. Con esta propuesta se busca que el estudiante construya su propio conocimiento, en vez de instarlo a memorizar y reproducir contenido. El docente funge como facilitador de estrategias y herramientas necesarias para motivar y orientar al estudiante en la búsqueda de conocimiento.
El estudiante debe ser autónomo, pero debidamente guiado por el docente y respaldado por los padres. Pero en RD, estos últimos no parecen muy comprometidos con la educación de sus hijos. Carrasco (2020) rescata el parecer de una profesora experimentada: “Los maestros ya no tenemos autoridad y eso viene por la dejadez de los padres; no todos, hay padres responsables que están pendientes de sus hijos, pero los demás se lo dejan a la escuela y esto crea un caos”. En efecto, muchos padres se desentienden de la educación de sus hijos porque entienden que es rol exclusivo de las escuelas. Pero en el constructivismo se insiste en la personalización de la enseñanza-aprendizaje, cosa virtualmente imposible en un contexto con demasiados estudiantes. Quizás, si los padres se comprometieran a darle un seguimiento cercano a la educación de sus hijos, el proceso de construcción de conocimiento se efectuara con más eficiencia y resultados favorables.
Por lo que hemos visto, el método del constructivismo no es aplicable en RD. Para ello, el estudiante debe estar motivado y contar con conocimientos previos que puedan articular los nuevos aprendizajes. Hemos dicho que el estudiante no está interesado en formarse intelectualmente. Esa determinación podría estar influenciada por la cultura hegemónica, de la cual deriva la cultura de la música urbana. Es decir, pareciera que una canción de moda le diría más a un estudiante que un día completo de clases. Por eso es tan grave el problema de nuestra educación. Una canción, una estrofa, un estribillo “de calle” parecería decirle más porque está más conectado a la realidad que le ha sido infundida por la cultura dominante.
El estudiante es producto de una sociedad disfuncional. Por tanto, la educación debe operar desde esa realidad y no efectuarse al margen. Por eso, en el paradigma constructivista, es importante que los maestros sean competentes y puedan identificar los niveles de aprendizaje de los estudiantes y mediar el proceso construcción de conocimiento con auxilio de los padres. El hecho es que se debe estar cerca del alumno. De esta manera, a través de una correcta orientación pedagógica, se puede explotar el potencial de las tecnologías de la información para optimizar la adquisición y manejo del conocimiento.
Así, la educación se perfila como una acción conjunta que implica la participación diligente de varias personas. Como hemos visto, el interés del estudiante por su educación se ve condicionado por una combinación de factores que no necesariamente tienen relación entre sí. El estudiante debe ser consciente de estas influencias y someterlas a cuestionamiento. Porque sobre todas las cosas, el estudiante debe entender la importancia fundamental de su formación. No exactamente por el contenido de los currículos escolares, sino por las herramientas que adquiere en la búsqueda de sus aptitudes y destrezas. Si el estudiante asume con total convicción la urgencia de educarse, emprenderá sus propias iniciativas hacia el desarrollo de sus potencialidades. Pero debe ser oportunamente orientado y supervisado. Se le debe trabajar con su ritmo, su realidad. Porque quizá solo así, como refiere la Ley, puedan formarse hombres y mujeres verdaderamente libres.