Majestuosa, elegante, misteriosa. Toda ella. Erguida en su cumbre, rodeada de plata en su corona, atrayente con un tono de magia que cautiva al más escéptico. Su falda rodeada de verde, flores y olores, cautiva y relaja. Invita a la reflexión, a elevar el espíritu y al valor de lo trascendente.
Descubierta por el Almirante hace varios siglos, sus compañeros de travesía sucumbieron a su hechizo embriagador. No existe otra como ella en el Caribe, salvo su primo, El Yunque de Luquillo, en el oriente de Puerto Rico.
La Loma Isabel de Torres adorna a la Novia del Atlántico desde hace eones. Su espíritu brama a esencia y a pureza. El tesoro de su corazón guarda cerca de 35 ríos subterráneos, cerca del reino de Hades. Es imposible olvidarla cuando se le ha mirado de frente; más aún, cuando se ha sido adolescente, soñador y enamorado.
Con una altitud de 2,565 pies, su corona está adornada por el Cristo Redentor, émulo del Corcovado en Río de Janeiro. Con los brazos abiertos, la figura del Salvador del Mundo nos recuerda el balance de la vida, entre el cielo y el mar, la lucha titánica de la línea divisoria del azul infinito y el blanco purificador la que, una vez rota su virginidad, parió cataclismos creadores.
Isabel de Torres, sultana, reina universal, evocadora de los más caros anhelos, la novia primigenia de nuestros ancestros; germen seminal de la vida, la presencia y los recuerdos perennes. La inolvidable, la única, joya de la Corona del Caribe revuelto y brutal, paraíso e infierno, gloria y penitencia.
Isabel de Torres es fiel centinela de una variedad de aves y especies botánicas propias y ajenas, con la temperatura ideal para dar continuidad a la vida alada, cantada o de raíces, a la vez testigo fiel del daño causado por aquellos llamados a preservarla y la amenaza latente de los depredadores de la tierra.
Cuántos sueños, cuántas esperanzas, cuántas emociones tomaron forma y vida de pentagrama en la musa de Juan Lockward, poeta eterno de Puerto Plata, embriagado por esa joven perenne, siempre exuberante y virgen, que enamora con su silencio cómplice entre sueños e imágenes oníricas salpicados de neblina milenaria y húmeda, que nos abraza sin rubor y casi sin darnos cuenta.
El funicular que lleva desde los pies hasta el corazón y la cabeza de Isabel de Torres apenas se toma diez minutos de ida y otros diez de retorno a la base. La seducción es tan intensa que por unos minutos el mundo conocido pierde sentido para hallar su espacio celestial y hacernos sentir como un bebé alimentado por el seno de la madre naturaleza a través de la Vía Láctea.
Es difícil confesar con palabras insuficientes el arrobamiento que causa al ánimo el reencuentro con la loma cautivante, referente de marineros de la vida y navegantes de la mar oceána, cuando marcan su rumbo sin brújulas ni carta de ruta en un mundo confuso, después de más de tres décadas de distanciamiento.
Isabel de Torres, sultana, reina universal, evocadora de los más caros anhelos, la novia primigenia de nuestros ancestros; germen seminal de la vida, la presencia y los recuerdos perennes. La inolvidable, la única, joya de la Corona del Caribe revuelto y brutal, paraíso e infierno, gloria y penitencia.
Raíz, tronco, hoja, capullo y flor de un fusión de deseos eternos, reprimidos, configurados en el canto de la cigua criolla que desde el eco de los tiempos nos recuerda quiénes somos, de dónde venimos y para dónde debemos de ir, así sea de manera metafórica. ¡Bendita seas, loma Isabel, tu eterno verdor y el placer inaudito y celestial de tu reencuentro memorable entre el cielo y la tierra!