De acuerdo. Démosle la razón a quienes defienden el derecho del presidente Medina a reelegirse a pesar de su impedimento. Asumamos momentáneamente ese hecho como viable sin acudir a los manidos estiramientos hermenéuticos. Imaginemos que, al aceptar la prohibición constitucional, Danilo Medina obró sin un discernimiento sano o constreñido por apremios. Demos por hecho que el texto constitucional en cuestión viola derechos fundamentales de Medina. En fin, concedámosle legitimidad al presidente para buscar una segunda habilitación a través de la reforma constitucional.

No quiero entrar en otras razones y menos cuando sus postulantes son funcionarios o tienen abonos en la economía del poder: siempre serán interesadas. Me provoca más bien los juicios de aquellos que, autoerigidos en centinelas de la Constitución, conservan cierta influencia en ese amorfismo llamado opinión pública. Gente que, presumida como autoridad del pensamiento, aboga desde los púlpitos académicos por la integridad del orden constitucional, pero que con igual vehemencia defiende una reelección expresamente prohibida. Tampoco pretendo explorar en las sinrazones de esa inconsistencia; sería inevitable entrar en subjetividades personales. Lo que sí me frustra es no poder entender el fácil desdoblamiento de su razonamiento. Esa maleabilidad para unir los extremos, ensamblar sofismas, igualar contrapuestos, afirmar negaciones o negar afirmaciones según las conveniencias.

No logro conciliar, por ejemplo, la legitimidad de una reforma constitucional con los apócrifos medios para lograrla. La escalada de esta aventura ha llegado tan lejos que el punto ya no es la modificación per se sino los agravios que a nuestra institucionalidad se le inflige cuando haya que sobornar para alcanzarla. Sí, comprar decisiones. De eso se trata: de un bajo mercado de traiciones. Consentir como normal esa perversión es la mejor medida de cómo andamos. Quedarnos callados es aceptar esa talla.

Es inequívoco que el oficialismo no tiene control en una asamblea revisora; que las fuerzas contrarias tanto dentro del PLD como de la oposición mayoritaria no están de acuerdo. En esa circunstancia solo hay un mecanismo abierto para trasegar la reforma: comprando voluntades.  No hay otro. Ya una vez operó y esta vez con más razón y dinero porque el danilismo no tiene el apoyo que tuvo en la anterior modificación. Pero para los nobles guardianes de la Constitución ese es un asunto sin pertinencia constitucional, sin mérito jurisprudencial ni nivel conceptual. Es una práctica inherente a la dinámica de poder y punto.  Para ellos comprar voluntades no es un hecho jurídico ponderable, sin categoría ni dimensión de análisis; basta con constatar que los procesos formales o extrínsecos se cumplieron para dar por válida y vinculante cualquier reforma.  Ahí reside el germen de nuestra decadencia democrática: aislar por intereses de ocasión el orden constitucional del marco institucional como si fueran compartimientos inconexos. Y es que en las disecciones de los academicistas “paraoficiales” se asume que vivimos en Suecia, como si nuestra institucionalidad estuviera calcada de la constitucionalidad más robusta. Para esos teóricos nuestros legisladores son rubios, espigados, de ojos celestes, bien formados y sujetos a un régimen de obligaciones fiduciarias con estándares de cumplimiento público. 

Aun con reservas, respeto el derecho de que quien tiene mayoría la use, pero jamás para comprar voluntades delegadas por un mandato de representación popular.  En la República Dominicana no hay crisis de constitucionalidad sino de institucionalidad. La Constitución organiza, estructura y tutela la institucionalidad: es su fuente, marco e instrumento sustantivo. La institucionalidad, por su parte, es conciencia, conducta, voluntad de la colectividad para vivir en un Estado derecho; es la conformidad de los gobernantes y gobernados a la ley, a la interpretación y aplicación congruente de los procesos, al ejercicio regular de la autoridad, a la operatividad funcional de los órganos públicos, a la sumisión y acato de todos los ciudadanos a un régimen de consecuencias.

Nuestro problema no es normativo es funcional. De qué nos sirve una Constitución moderna para un orden malogrado de convivencia política donde todo tiene un maldito precio; cuando la autoridad subvierte su propia legitimidad; cuando no se aplican las consecuencias punitivas por los excesos del poder político o la autoridad pública. Lo que debe espantarnos no es suprimir la prohibición constitucional o acomodarla a la ambición de un grupo, son los dos mil millones de pesos (o quizás más) empeñados en esta subasta degradante de conciencia.  Defender eso es una indecencia.

¿Qué fuerza, razón, voluntad o condición hacen tan apremiante la reelección como para pagar por esa afrenta? ¿Cuáles motivos tan urgidos justifican este mercado de indignidades? La desesperación que agita este festín revela la hondura de los pecados archivados en los grandes despachos oficiales; parecen tan aberrantes que en cualquier otro olfato podrían compeler hasta al vómito. Siempre lo he escrito: la reelección no es un proyecto de gobierno, es un plan de impunidad.