Participamos de un contexto mundial y local, que se caracteriza por hablar mucho y hacer poco. La cultura de la oralidad adquiere fuerza aunque estamos en el siglo de las imágenes, de los códigos, de los videos, etc. La presencia de la palabra se nota en todo lo que se dice con respecto a la paz, con lo que se plantea sobre la guerra, lo que se afirma de la familia, lo que se escucha con respecto a los pobres, lo que se indica de los jóvenes y lo que se dice acerca de la impunidad, la desigualdad. Asimismo, se nota en lo que se pregona respecto de la educación,  de la calidad de la educación y del desarrollo.

De igual modo participamos de una época en la que se percibe un uso indiscriminado de la palabra. Esta se ha desgastado y se ha debilitado de tal manera, que genera duda, crea desconfianza, provoca hastío y mueve a suspicacia. Tal es el caso de lo que pasa con las palabras relacionadas con Odebrecht, con la inseguridad ciudadana, con los apagones, con la rendición de cuenta de los funcionarios, con el persistente problema de la mortalidad materna,  con los lamentos por el bajo salario de los empleados públicos, con la situación de la cárcel de la Victoria. Además, pasa con las palabras que expresan quejas por la ineficacia de la justicia  y con las que de forma aparente rechazan el llanto que produce la conversión de la mujer en objeto en los medios de comunicación, en los negocios de las empresas y en espacios diversos de la sociedad dominicana.

El uso poco responsable de la palabra ha creado la cultura del irrespeto a ella; y esta situación provoca un conflicto cultural, social y ético. En este contexto, se hace imprescindible la recuperación del poder de la palabra. Urge devolverle su fuerza, su belleza, su invitación a crear. Hay que devolverle su identificación con el compromiso, con  la admiración; y, sobre todo, devolverle sus marcos éticos.

Son múltiples las razones que avalan la necesidad del rescate de la palabra. Algunas de estas razones forman parte de dimensiones sustantivas del ser humano:

– La palabra pone en evidencia lo que la persona piensa cuando se la emplea con buena fe y diafanidad. El pensamiento es una dimensión que refleja, a su vez, el potencial intelectivo de los sujetos. Si la palabra es hueca, refleja un pensamiento   insustancial, sin argumento, sin solidez. Y ocurre lo peor: el pensamiento de la persona se vuelve indescifrable.

– La palabra comunica sentimientos y emociones cuando responde a lo que de forma genuina siente y vive la persona; cuando manifiesta el estado de situación real de estas. Si la palabra es banal, el estado anímico de las personas se banaliza; y si esto ocurre, los sujetos terminan cosificados; y la cosificación acentúa la  conversión de las personas en objetos.

– La palabra es una expresión de poder. Si es una palabra ambigua, genera distorsión en las concepciones y en el ejercicio del poder. Si este uso se mantiene, el curso de las decisiones y de la historia quedará desfigurado. Un poder ambiguo no se compromete; y se organiza a partir de una ética particular y excluyente. Un poder ambiguo desarticula la sociedad, embarga la democracia y reduce a las fichas del ajedrez la suerte de los ciudadanos.

– La palabra es una expresión de la belleza y si se utiliza al margen de esta propiedad, crea pensamientos y situaciones nebulosos y especialmente insostenibles para las personas y para la sociedad. Es necesario un aprendizaje continuo para dejarnos sorprender por la belleza natural, humana, artística, social y tecnológica que nos circunde; y que en muchas ocasiones podemos pasar desapercibida. La palabra nos puede ayudar a reencontrarnos con la belleza de la vida cotidiana y admirarla de forma permanente en la vida diaria.

– La palabra crea sentido cuando está comprometida con el desarrollo de las personas y del tejido social; cuando su finalidad está asida al bien de la comunidad y a una justicia distributiva. Si es una palabra sin direccionalidad, sin compromiso con la verdad y el bien común, lejos de producir sentido, generará dispersión y provocará una actuación confusa por parte de las personas y de los sectores sociales.

– La palabra es una expresión del arte  de pensar, del arte de comunicar; del arte de manifestar lo que provoca sorpresa, lo que activa la imaginación creadora y, particularmente, lo que nos abre a otro lenguaje, a otra visión del mundo y de la vida. Si el uso de la palabra niega el valor y la fuerza transformadora del arte, mata la vida y sacrifica la capacidad que tienen las personas de recrear y de abrirse a la novedad.

– La palabra comunica y alimenta la espiritualidad del ser humano cuando le permite a este trascender; cuando le permite valorar los recursos materiales y colocarse por encima de estos. La palabra comunica una espiritualidad que humaniza y empodera para mirar y acoger la vida con dimensiones liberadoras de ataduras personales, sociales, mercadológicas y temporales. Si la palabra se coloca al margen de una espiritualidad emancipadora, la persona pierde el horizonte de su existencia y se convierte en ser vacío.

– La palabra crea amistad cuando favorece el desarrollo de la confianza básica, del intercambio desinteresado y el crecimiento interpersonal en reciprocidad. Si obvia estos valores, genera tensiones y crea separación entre las personas. Por ello, es preciso que la palabra sea consistente y mantenga firmeza en sus propósitos de crear unidad, de fortalecer la comunión y las identidades de los amigos.

– La palabra genera vida en las personas y en los contextos. Trivializar la palabra es rebajar la calidad de la vida que proyecta. Desde ahí se impone el cuidado de la palabra; el uso educativo de esta para contribuir con el desarrollo integral de las personas y de los entornos en los que se mueven. La palabra que expresa vida, potencia la motivación de las personas; las incita a fortalecer sus valores, sus capacidades y, sobre todo, las mueve a ser mejores personas y mejores ciudadanos.

– La palabra que se respeta a sí misma enamora, entusiasma, le devuelve a la persona el encanto y la alegría de pensar y hacer el bien; la pasión de aprender y darle a los demás el lado más humano de su ser,  el lado más solidario de su humanidad.

La educación preuniversitaria y la educación superior dominicanas tienen un reto más: contribuir a la recuperación del poder de la palabra para que la sociedad se vuelva más creativa, más responsable; y avance hacia una humanización plena. Asimismo, los ciudadanos debemos hurgar en acontecimientos históricos, políticos, socioeducativos, culturales y ecológicos para que nos reencontremos con palabras que se transformaron en experiencias y hechos liberadores; para que confirmemos el poder de la palabra comprometida con el bien de todos.