La República Dominicana es uno de los países del mundo que ha vivido décadas sin conocer el sentido ni la práctica de la justicia. Nos acostumbramos a un régimen judicial sin rostro humano, violador de las leyes que lo rigen y, sobre todo, a un sistema organizado para construir plataformas y culturas direccionadas por la corrupción y el divorcio entre la verdad y la acción. Es preciso decir que muchas personas vinculadas al sistema judicial se han distinguido por el respeto a las leyes y por un conocimiento profundo de su naturaleza e implicaciones. La justicia tiene que estar hermanada con la verdad en toda circunstancia. No puede distraerse y fundar sus políticas y decisiones en hechos construidos artificialmente. Tampoco puede mercadear la libertad, la reputación y los bienes de las personas físicas o morales. Al estar habituados a un funcionamiento contrario a la justicia verdadera, nos sorprenden los procesos judiciales que se han abierto y que están en camino de abrirse. Nos sorprende, también, la fuerza colectiva que está concitando el deseo de una justicia digna y respetuosa de sí misma. La ciudadanía tiene sed de justicia; y esto lo demuestra con su postura atenta y decidida a un apoyo absoluto a las instancias y personas que con un coraje inaudito y respetando el debido proceso han decidido hacer justicia en este país.
Es el tiempo de la justicia y de los ciudadanos conscientes y responsables en la República dominicana. Sí, la justicia no es una obra mágica; requiere que la ciudadanía no eluda su responsabilidad y colabore con una actuación adulta apegada a las leyes. Llegó el momento de rescatar el valor de la legislación, vigente en la forma y ausente de una aplicación conforme a los dictados de la verdadera justicia. De igual manera, ha llegado el instante en el que se ha de iniciar la recuperación de la identidad de la justicia dominicana. La complejidad de este proceso y la resistencia para que avance, por parte de actores y sectores revestidos de la cultura de la ilegalidad, requiere el empeño ciudadano y de las instituciones de educación preuniversitaria y de educación superior, para reforzar procesos educativos a favor de la institucionalización y de la comprensión del significado de la justicia. Se ha de fortalecer su contribución a la constitución de sujetos y al desarrollo integral de las personas y de la sociedad.
La familia ha de unirse a esta causa; ha de inscribirse en la tarea de recuperación de la cultura de justicia, inclusive dentro de su propio seno. Ninguna institución ha de quedar fuera en este proceso del llamado que nos hizo Juan Pablo Duarte, quien nos invita a colocar en primer lugar la justicia. Él sabe que esta tiene un poder ilimitado para restituir la paz, la integridad y la vida en una nación. A su vez, Pedro Poveda, humanista y pedagogo español, exhorta a los jóvenes y a los educadores a amar la justicia tanto como la vida. No hay otra alternativa, tenemos que trabajar sin descanso para que la justicia ocupe uno de los primeros lugares y para amarla practicándola en todas las circunstancias que sea necesario. Hemos de trabajar para que la recuperación identitaria de la justicia sea un compromiso de todos. Ha de ser un esfuerzo sostenido, cotidiano y, sobre todo, acompañado de una fuerte convicción. No ha de haber brecha ni lugar para alterar los principios y valores de la justicia. Se nos está presentando un período esperado por muchos; y hemos de aprovecharlo para aportar significativamente en pro de una justicia creíble y efectiva para todos, sin excepción alguna. Colocar la justicia en primer lugar y amarla tanto como la vida no es azuzar el atropello y el irrespeto a los derechos legítimos de las personas y de las instituciones. Por el contrario, es apropiarnos, con sentido y compromiso, de un valor esencial en una sociedad que quiere avanzar de la anarquía judicial a la madurez e integridad de este poder. Amemos la justicia, construyéndola diariamente sin miedo, con decisión y entusiasmo.