No se juzga a un poeta por la totalidad de sus escritos sino por el poder de evocación del que da muestra en sus grandes logros, por la profundidad de los temas que en ocasiones abarca, por la riqueza sensible de su universo poético. Un poeta no se reduce, pues, a la suma de sus textos; la calidad, alcanzada una sola vez, excede a la globalidad, de toda una vida, de la tentativa artística, y es por eso por lo que todo lo que ha sido creado, lo mejor y lo menos bueno, merece ser leído. Este exceso de la calidad sobre la cantidad producida es el mundo de los valores a los que el poeta ha accedido al menos una vez y es eso incluso lo que hace de su obra, incluidos sus escritos menores, una transfiguración clásica de los problemas humanos.
Calificar la experiencia poética de Raúl Zurita (Santiago de Chile, 1950) con expresiones que parecen derivar del ámbito de los conflictos humanos y sociales es acentuar la dimensión polémica que en otros momentos históricos—siglo XIX o primeras décadas del siglo XX—fueron documento de consistencia estética de una época y hoy importan poco o nada. La creación poética sigue viva en sus preocupaciones, felizmente. O algunos de sus actores. El caso de Zurita es sintomático de una búsqueda poética que incide particularmente en el centro de una de las problemáticas que hoy tocan de cerca a la poesía de vanguardia.
La extrañeza formal que generan sus textos leídos desde el presente no se sostienen en el simple traslado de una forma de la poesía coloquial a un espacio histórico-estético post-vanguardista. La forma se legitima a sí misma pero no legitima su espacio de acción o de situación. Para legitimar ese tiempo en que la forma opera son necesarios recursos caros a ese tiempo.
Zurita ha precisado los contornos de su experiencia originaria a fuerza de preservarla dentro sí y de ser el expedicionario de sí mismo; ha acudido como pocos a la duermevela de la infancia porque ha logrado preservarla explorando su memoria a través del inconsciente colectivo; conoce la barbarie hiperactiva de ese inconsciente porque ha desdeñado sus fáciles recompensas; ha conseguido crear un topos poético por no haberse obstinado en descubrirlo; ha creado una elevada música porque sabe cuán fácilmente se desploma en ruido; ha hecho de la página un territorio trizado por el lenguaje, unas por haber hecho de cada palabra una cifra del deseo, y de la blancura un recordatorio de su fracaso, ha logrado un paraíso íntimo y verdadero: un paraíso de palabras.
“i. Lloren los pastos de este valle de Cristo
“ii. Lloren la locura del quemarse de estos pastos
“iv. La locura será la dolorosa Pasión de estos paisajes
“iv. Porque allí verán la locura de Cristo ardiendo sobre Chile”
La relación del hombre con la Naturaleza, entendida como relación amorosa, contemplativa y mística, es una de la premisas básicas de esta obra. El poeta es hombre que, postergando el interés utilitario o el distanciamiento crítico, asume una actitud de asombro ante la realidad, afirma su pertenencia a ella, deja que lo dado del mundo le entregue algo de su misterio.
Es el conocimiento poético un conocimiento mediato, encarnado, que en Zurita no desdeña la vía del contacto sensible, y suprasensible con su entorno, prefiriéndola a la reducción conceptual o racional. Hay en tal actitud una incorporación tácita o expresa del mundo natural como modelo de significante. Sus formas aparecen como los primeros y más grávidos símbolos. Sus ritmos y sus leyes conforman las más pregnantes estructuras de sentido. Lejos de constituir un objeto yerto o no significativo, la Naturaleza en Zurita, constituye la fuente primera del saber en que le es dado leer el gran mensaje de la creación.
La Naturaleza, en él, es el gran símbolo del que somos parte y a la vez conciencia. En ella se revela al hombre sensitivo, el infinito universo y sus misterios, sin que esto agote la angustia del poeta, en procura del Paraíso perdido.
El asombro maravillado del poeta llega a ser un camino profundo y verdadero del conocimiento. Su aproximación a toda criatura, la conciencia creciente de su cualidad redimible. He aquí el “paganismo poético” que Zurita asume al cumplir los altos preceptos del poema, como espacio redentor del tiempo, de la realidad y de la historia.
El acercamiento de Zurita a la Naturaleza permite el redescubrimiento de la fuerza simbólica, hace posible la reinstalación en el mito. Sólo el encuentro fenomenológico con el mundo, con la vida, con lo creado, puede devolver su carga afectiva y revelatoria a los símbolos de la Madre Tierra, el Padre Sol, el Hermano Árbol, para decirlo en lenguaje franciscano. Es acto de humildad-de hacerse humus, tierra-el que permite la mediación del diálogo con lo Uno a través de lo múltiple creado.
La vía poética necesita sus mediadores, los exalta. Contrariamente, la mística negativa que podemos ejemplificar en Zurita, (quizás cercana a la de Meister Eckhart ), sin que pretendamos negarle su significación, reposa sobre la concepción de la Nada, sin eliminar, por supuesto, la mediación simbólica del poema, como epifanía desgarrada del ser y su posible redención y misterio.
En esta obra todo se transforma en mediación: las flores, los frutos, los animales, los astros, los elementos. Pero también los ángeles, los seres espirituales, los númenes de la tierra y del cielo. Mediadora privilegiada entre todos es la Madonna Celeste, reina y señora de los poetas cortesanos y de los populares cantores medievales, así como de una larga familia que de ellos deviene. Conocida por Dante y los “fieles del amor” como puente de plata o Intelecto Superior que abre las puertas del Paraíso, ella es invocada y cantada permanentemente en estos versos.
El símbolo de la Naturaleza, que ella misma representa en Zurita, la enlaza con la Diosa Marina de la tradición mediterránea, y con las figuras acuáticas y telúricas de la tradición popular americana, evidenciando la continuidad y permanencia del simbolismo sacro de este singular poeta, desde la publicación de su primer libro, Purgatorio (1979), pasando por Anteparaíso (1982), Canto a su amor desaparecido (1985), El amor de Chile (1987), La Vida Nueva (1994), Cantos de los ríos que se aman (1995), hasta Poemas militantes (2000) y el descomunal Zurita, del año 2011.
Penuria existencial y social, desposesión del cuerpo y del mundo, dolor que lo trastoca todo, la enajenación penetra inevitablemente hasta la conciencia del hombre. Se produce, así, el desdoblamiento del sujeto poético. A veces, ese desdoblamiento no es sino el instante en que una persona absorta, parece auto-contemplarse como si fuera otra: la distancia, sin embargo, es una forma paradójica de intimidad, la intimidad del ensimismamiento (“Suspendido sobre el cielo de Chile diluyéndose entre auras. Convirtiendo esta vida y la otra en el mismo Desierto de Atacama áurico perdiéndose en el aire”). Pero, en su aspecto más radical, se presenta como un “extrañamiento” de sí mismo; es la auto-contemplación laberíntica: la distancia y el equívoco.
Zurita llega a plasmar una visión alucinada de la realidad, sostenida en la angustia existencial. No hay para él interior ni exterior. Se sumerge en el todo de su desgarrada percepción, extrayendo de la realidad, un lenguaje que se remonta al origen de la vida y del mundo.