En el último día de 1991, entré al bar más intrincado de la ciudad. Como podría decir un periodista, en la fórmula atroz de los gobiernistas había una especie de extraña delectación. Uniforme. Esta tenía que ser tomada como se toma una copa de Lawson, el whisky escocés –no para niños– que no tiene que ver con status de gente que se cree rica debido a su apellido o a su profesión, o quizá debido a la piscina de sus amigos. Fuerte. Gente fina debido a su automóvil o su traje tailored. Chulísimo. Aclaro que soy más bello que Tom Cruise, no más lindo. Durísimo. Espero por la noche más oscura: con la firma convicción de que se interpretará por qué ya no existe Raffles, –que es un centro comercial en Singapur y una serie de Londres–, o por qué Benny Hill –que era trasmitida por Teleantillas, o quizás Telesistema, Benny Hill que murió en Teddington y apareció en Flying machines, y también en The Italian Job, una película de 1969, Benny que fue tan admirado por Anthony Burguess que dijo en The Guardian hacia 1990 que Hill era un gran artista de nuestra época. La agrupación Right Said Fred ha aparecido en 1990 en el homenaje hecho a Hill que, como Peter de la Rosa aquí, se había lanzado por la borda en medio de las más duras de las agonías del mundo de la televisión en la arena de Londres, y en todas partes del mundo.

El cuero de unos zapatos –que no eran los clicks de mi infancia, traídos de Baltimore por la madre de Kesting–, se deslució de tal manera que cuando llegamos al limpiabotas este nos dijo, preclaro y eterno, que ese zapato –valga la repetición–, era muy sucio que estaba como en el caso Odebretch y otros. No podríamos lavarlos (como una fortuna mal habida), sin antes analizar los pasos que daríamos en la lluvia de las calles de esta ciudad que propuso, como en la canción de Ragazzi, que nadie debía saber mi noche con la banquera de hace mucho tiempo y la chica que se puso a mirar las estrellas desde el abismo. Era febrero de 1993 en Santo Domingo y en La Vega, era otra fecha al mismo tiempo. Uno se va quedando solo en los partidos de los Cardenales de San Luis o mis amados Mets, el numen ilusorio de las perfectas proclamas de la política más alta en la casa de Samaná de los Goodman.  Esta es la función que no podemos entender desde el vamos (siempre que uno piensa que todo debe ser convertido en fe le salen los mismos indicadores de Moody’s, Standard and Poors, y Fitch ratings, por si acaso a la orilla de una casa en Punta Cana o los alrededores). Por esta razón, la averiguación se hace en bruto y la recurrencia a lo mismo de siempre, nos deja con la sensación de que nadie – en todo el lugar de nuestros mundos a lo Robert Frost, propone nada por cambiar el país, y la palabra –esa magia no ilusoria– nos permite entender las nuevas versiones en el tráfago incesante de las horas. He dicho, mientras me sirven esta pina colada, ahora que todo parece ser del dominio de todos en una economía boyante y en un país que arribó a la felicidad de los fuegos artificiales explotados y las memorias más imprecisas.

Al cabo de un tiempo, los morados terminaron por conquistar el mundo. Decían que eran los mismos de los viejos sueños de Bosch. Me quedo risible que uno de ellos, los más centrífugos, nos dijeran cual era la función a la que todos antecedíamos. Los gobernantes pueden ser medalaganarios, me dije sin una copa en la mano. El fumador de opio en la Segunda Guerra Mundial tenía sus contravenciones. Era firme en sus nociones. Daba todo al calor (al color), de una manifestación única. Era centrípeto (al cabo de un tiempo también sabía que la formula era interpretada de acuerdo a una vieja máquina de absoluciones llamada pasado). Lo mismo dije cuando entré en ese habitáculo, como si fuera una canción de Spinetta, o la vieja formulación de Walsh, –que tenía algo que ver con Ambroce Bierce, tal y como Paul Celan tenía que ver con otro existencialismo no de Sartre, tal y como Paul Vian–, en medio de una noche donde todo fue fantasmal. Le dije a un periodista, al cabo de un tiempo de encuestas y no encuestas, que el mismo tiempo se encargaría de decirnos cuales eran las formas para determinarlo todo en medio del azar más contemporáneo. Al cabo de un tiempo, pensé entonces en mi infancia. No había forma de entender aquella manifestación que nos dejó a todos de pie ante el espectáculo de nuestras propias verdades de vida.

Me dije un día sin juego de baseball en la tele: ok, la mejor forma es entender lo que pasa en el cosmos de una idea; la partitura que imagine tenía poco que ver con Wittgenstein –ese filósofo que siempre recordamos– y mucho menos con Sugar Ray Leonard que intentó –y no pudo- contrarrestar aquello que le dejé en el ticket al mismísimo Marvin Hagler (que ganó esa noche con intensidad). Al cabo de un tiempo computado en años, me dije que nada de lo que sería me dejaría en medio de la vieja adscripción de un método que no tenía que ser la explicación a lo que es un jab, un uppercut o un firme gancho al hígado. En las formulaciones del azar, también se pueden decir cuáles son las formas de los morados, este partido bochista que se alzó con el tiempo, modificó –Lot sabía algo de esto en las páginas de la Biblia–, pero es menester indicar que, en el mismo taciturno formulario de la noche, la gente quiso decir que nada de lo que dijo Antonio Guzmán –que se suicidó, recuérdese– tenía razón cuando se decidió partir con él a otras absoluciones. Un día, más día que otros días, me pareció que el tiempo era único; obedecía a esa vieja misión que uno tiene cuando entera interpreta cuales son las manifestaciones de un azar caduco que nadie –salvo unos cuantos informes dependientes–, aquilatan como si se tratara de fórmulas nuevas que el mismo Aeropuerto de Punta Cana (como en la canción Beyond the Invisible de Enigma), no puede determinar cuando ocurre el milagro de la marcha, el esperado numen de las fórmulas más benignas para todo el mundo. Lo sé. El tiempo –esa imagen de Eliot–, me dio una razón que no tenía que ver con la manifestación de un mundo en el que, en el tiempo del mundo, Campuzano, en ese periódico de vasta tipografía, dio todo lo oblicuo a la manifestación mas centrípeta de las nuevas fórmulas: el tiempo podía seguir, yo podría seguir mi camino en un campo de golf cuando Nikclaus, obliteró toda forma de un ocaso sangrante en las orillas del campo. Me dije entonces: ok, Bosch –que escribió desde Benidorm– no tenía que ser tan dramático con su pueblo; habían encomendado una averiguación en bruto a la misma manifestación que nadie entendió desde las elecciones del Frente Patriótico. Lo mismo ocurrió cuando Pena Gómez –el amigo de Felipe González–, centrado en esa vieja quimera de los dos años, se propuso entender lo que le había pasado a Gaspar Polanco –un patriota que siempre recordamos en otra fiesta–, algo que no hacen ni aun hoy, los que quieren sacar del panteón nacional a Pedro Santana. Lo mismo ocurrió cuando entere a todos que Maduro, el gobernante venezolano había determinado que Elías Capriles Radonski –que no sabemos que está haciendo ahora– no era la mejor fórmula para gobernar Venezuela, algo que otros no entendieron.

Al cabo de un tiempo (de unos años), concebí la historia como una función de Hegel (de Proust), lo mismo que es decir que el mismo terreno nos pareció hueco por dentro como el habitáculo de Richard Bird T. (que fue a la Antártica y lo supo todo en esa noche de gigantes), lo mismo ocurrió con esa mujer que habla como si fuera una muñeca y que me dice, de cuando en vez, que todo el silogismo de una vieja antigualla de motivos foráneos, tiene que ver con esa vieja adscripción a los motivos más independientes. El viejo dilema de la democracia nuestra –habitamos en Santo Domingo repleto de platos rotos por científicos de una nueva izquierda y derechistas anticientificistas– no tiene que ver con la cantidad de arroz que pueden servirnos en Adrián Tropical, sino con esa vieja fórmula que nos dice que el mejor de los mundos posibles (alias Francis Bacon), no tenía que ser el motivo (foráneo, claramente foráneo), que nos llevaba a entender el cosmos de la política dominicana como si se tratara de una puesta en escena de Ubu Rey, Paul Celan en la memoria, A. E. Housman y Paul Valéry en el bolsillo de nuestras últimas consideraciones. Recuerdo a George Simenon, y también ese drama –que es todo un drama– que fue perfecto que interpretó Robert Desnos, para una posteridad que siempre es intepretada de acuerdo a otros asuntos. Señores, seamos sinceros con esto del gobierno de nuestro país. No son pocos los casos que nos han manejado como si fuera determinismos del azar. Me gusta mucho saberlo en esta mañana en Punta Cana.  Era un día soñado por todos en el mundo venezolano y en el mundo dominicano.