Me asaltó desprevenidamente el delirio grandeza y ahora quiero ser presidente. Si algo sincero tiene esa intención es que pocos la confiesan. Varias razones motivan mi determinación y la de más peso es la desmitificación del cargo. Algunos lo han ocupado sin las condiciones personales requeridas, con el perjuicio, para sus electores, de conocerlos cuando ya son presidentes. Eso sucede porque nuestros candidatos se expresan impersonalmente a través de códigos artificiosos de imagen como fotos, spots y guiones. En sociedades políticas más avanzadas, la vida íntima de los candidatos es tamizada por una opinión pública incisiva e inquisidora. La prensa los suele provocar para que revelen su verdadero carácter personal. Muchos han tenido que abandonar tempranamente sus aspiraciones.

El escrutinio de nuestros electores es indulgente. A pocos les importa la vida y el carácter del hombre o la mujer que dirigirá su destino. Por eso hemos tenido hombres de Estado con carencias emocionales y volitivas que han animado sus estilos y ejecutorias gubernamentales. Esas debilidades pesan en un “orden”, como el nuestro, fundado sobre el personalismo ilustrado, donde el presidente tanto despacha asuntos de seguridad como una receta médica a favor de un desafortunado militante.

La historia dominicana se ha zurcido con los egos de sus gobernantes. Padecimos las ambiciones siniestras de Santana, los delirios de Báez, los sombríos resentimientos de Lilís, las perversidades de Trujillo, el maquiavelismo de Balaguer, la intemperancia de Mejía, la egolatría de Leonel y la destemplanza de Danilo. En esta sociedad de moral desdoblada la vida personal de los hombres de poder se consume en las murmuraciones bizantinas. La prensa, acostumbraba a desnudar con ligereza las intimidades de la farándula, se muestra religiosamente cauta para tratar la vida de los políticos. Esa autocensura es un reducto de rancios temores heredados de épocas tiranas que le da vigencia a los clásicos “pasquines”, libelos anónimos donde se suelen deslizar las intimidades más oscuras de los candidatos. ¿Cómo la conducta moral o la sanidad emocional de un político debe ser propiedad de un morbo errante? Hemos tenido presidentes promiscuos, adictos, esquizofrénicos, depresivos, narcisistas; algunos con familias disfuncionales, maltratadas o abandonadas y con pasados delictivos. Nada de eso cuenta. Cuando se quiere aludir a la condición personal de un político se apela al ajado argumento de que las campañas deben ser de “ideas y propuestas”, pretensión tan vana como encontrar a un beduino en Park Avenue, New York, o a un esquimal en Sahara. Desde que discierno por juicio propio hasta hoy, nunca he tropezado con una  de esas “míticas” propuestas. Otro ardid para encubrir la personalidad, vida y conducta moral de los candidatos son los legendarios “pactos de civilidad” promovidos por unos “honorables”, algunos con lastres más pesados que los propios signatarios. Estos acuerdos éticos suelen ser bozales de mosquitos en bocas de hipopótamos. Un esfuerzo de simulación para que en la pelea electoral no se vean las nalgas sucias.

El sueño presidencial es una de las expresiones ciudadanas más “democráticas”. Cualquiera lo pretende. Respiramos en una sociedad política muy oxigenada, suficiente para que todos “aspiren”. No hay requisitos éticos rígidos ni se exigen grandes dotaciones intelectuales. El político es un teórico de lo obvio, experto en temas manidos y erudito en futilidades. Entre más leve sea su discurso más digerible es para la ignorancia cautiva que electoralmente decide. El único lenguaje realmente comprensible en ese submundo es el de los repartos. Esa circunstancia provoca a que cualquier funcionario con un ejercicio aceptable de sus funciones públicas –que es lo que debe esperarse-  o sin escándalos después del retiro, se sienta prócer y acreedor de una merecida carrera presidencial.  Así las cosas, la presidencia tiene dos valladares: la falta de dinero y la paciencia.  El primero, porque en el mercado electoral no gana el mejor sino el más posicionado; ese que atrae la inversión de los que procuran aquello que en el lenguaje financiero se conoce como “tasa de retorno”. El segundo, porque los que llegan no quieren bajar y los que han llegado se obstinan en volver.  De manera que frente a esa onerosa circunstancia, sin dinero ni paciencia, abandono mi fugaz sueño antes de terminar estas líneas. Decisión que cobra más sensatez si le hago caso a Leonel, con aquella premonición escatológica de que el PLD estará en el poder hasta el bicentenario de la República, en el 2044. ¡Dios nos ampare!