Uno de los problemas más impactantes de las últimas décadas es el aumento de la delincuencia y la sensación de miedo que cunde en la sociedad dominicana. Crecieron las verjas, se enrejaron las ventanas y puertas, se instalaron alarmas y cordones eléctricos; a tal punto, que entrar y salir de una vivienda es una odisea. Ojalá no ocurra un terremoto o incendio, porque salir corriendo en medio de un aprieto puede ser funesto.

La delincuencia y la sensación de miedo e impotencia desgarran la sociedad dominicana, disminuye la confianza en los demás, atrofia la camaradería social, y nos tornamos precavidos, cobardes, intolerantes, insensibles o miserables.

No siempre hay una exacta correspondencia entre los hechos delincuenciales y la sensación de miedo, pero la percepción de inseguridad que circunda, unida a los hechos concretos que se reportan, indican claramente que la delincuencia es real, muy real, y atemoriza a mucha gente.

La criminalidad es un problema en todo el mundo, cierto, pero en América Latina y el Caribe se registran niveles muy altos de actos delincuenciales y de percepción de inseguridad ciudadana.

En encuestas realizadas por la Gallup hace varios años en 148 países del mundo, en América Latina y el Caribe, el 53 por ciento de los entrevistados dijo no sentirse seguro en su ciudad o zona, comparado con 20 y 24 por ciento en el Sudeste Asiático y América del Norte. En nuestra región, Venezuela y República Dominicana encabezaban la percepción de inseguridad.

En los últimos 20 años, en la sociedad dominicana se ha producido simultáneamente un aumento de la delincuencia callejera, del narcotráfico y micro tráfico, baja confianza en la Policía, una sensación de desprotección pública, y un aumento en las expectativas de bienestar con limitadas posibilidades de movilidad social.

Ante la desprotección pública, la gente ha recurrido a soluciones privadas. Los que tienen recursos enrejan sus viviendas, contratan guachimanes, ponen cordones eléctricos, adquieren armas de fuego, o se van del país. Los pobres quedan expuestos a la violencia y al peaje barrial.

Cada episodio delincuencial en cualquier estrato social se convierte, con justa razón, en reforzador de la sensación de miedo, del encerramiento en el espacio privado, y de las urgencias de protección personal.

Cada incidente delictivo trae una historia. Arañazos porque halaron una cadena, pérdida de dinero y documentación porque robaron una cartera, el  trepador que subió al quinto piso de un edificio a robar, el asaltante que robó una yipeta, o alguien que murió de un disparo aunque fuera involuntario. La muerte reciente de la señora Delcy Yapor ilustra el drama que vive el país.

Ante el miedo, el encerramiento individual llevado al plano colectivo convierte las ciudades y barrios en espacios tenebrosos y muy peligrosos, aún más propicios para la delincuencia.

El gobierno hace proclamas e impulsa paliativos, la Policía es inepta o cómplice, la justicia otro tanto, y el espacio urbano se torna tierra de nadie para concretizar la realidad y el discurso del miedo que aterra a la ciudadanía.

Enfrentar con efectividad la creciente delincuencia requiere un gran compromiso del Gobierno, un servicio policial y judicial honesto y eficiente, control del narco y micro-tráfico, y una economía incluyente que incorpore la juventud al trabajo.

Pero en la República Dominicana no hay voluntad gubernamental para hacerlo. La Policía es parte del problema, las drogas son un gran negocio, y la economía formal no genera empleos ni salarios suficientes.

El Estado Dominicano fracasa en dirigir, la corrupción se ha convertido en modus vivendi, la delincuencia azota, y la gente está aterrada. ¿Quién dirige en este país?