Colombo y José Báez Guerrero son dos veteranos periodistas de pocas ideas concurrentes, pero de un ingenio irreplicable en el periodismo de la brevedad, estilo de escasos cultores. A sus columnas les llamo “café con leche” porque forman parte de los pertrechos de mi rutina mañanera. Tanto, que cuando no los leo siento que no me he aseado la boca. A Colombo lo disfruto en este diario Acento y a José a través de sus infalibles despachos electrónicos que envía al filo de la medianoche. ¡Que conste!
Hace unos días, en su columna “Día por Día”, José se lamentaba de que la prensa suele desdeñar “el esfuerzo diario, constante y fructífero de centenares de miles de hombres y mujeres cuyo trabajo ha resultado en salir de su pobreza material y espiritual, elevar sus familias a la clase media, superarse para dignificar su existencia” en obvia alusión al trabajo empresarial de mediana y pequeña estatura. Sí, es cierto; hago mío ese reclamo y lo vindico.
He acompañado por tres décadas a emprendedores de distintas tallas. Los asisto en la estructuración legal, corporativa y financiera de sus ideas. Me involucro en esa construcción de futuro que nace con el latido de tantas ilusiones, muchas veces ingenuas. Una buena parte de mi trabajo consiste en aterrizarlos y confrontarlos con la realidad que no quieren ver. Los he visto crecer poco a poco, a golpe de desvelos, tumbos y arrojos. Muchos se quedan en el camino; otros, después de llegar, sucumben; no muy pocos se levantan y se hacen colosos imbatibles. Me siento confirmado en sus realizaciones; en ellas yacen mis huellas.
En un país tan hostil, invertir es para intrépidos. Hay muchas trabas por sortear: una burocracia sinuosa, un aparato judicial inoperante, un sistema registral de propiedad frágil y tardo, una autoridad pública atada a patrones obsoletos y corruptos, unos criterios arbitrarios en la gestión de los procesos, así como una cultura informal en los negocios y el trabajo.
He asistido al capital local y al extranjero. No muy pocos han corrido en desbandada, acosados por condiciones tribales de competencia y sin posibilidad de quebrar las duras contenciones a sus proyectos por el “pecado” de entrar a mercados dominados por viejos oligopolios. No aguantan las embestidas y terminan rendidos.
La mayoría de los operadores oligopolistas, conocidas familias empresariales, mantienen alianzas de titanio con los gobiernos; colocan a sus burócratas en ministerios y agencias estratégicas para impedir o bloquear inversiones competidoras y facilitar las propias. Controlan los gremios empresariales, los que usan como piezas de un engranaje de poder para detentar las agendas reguladoras y los grandes proyectos públicos de inversión y desarrollo.
Pocas iniciativas se mueven en los despachos oficiales sin que esos núcleos sean consultados. Ellos bendicen o conjuran a los gobiernos según sus conveniencias. Se asumen como el corazón de la legitimidad, la fuerza del bien y los oráculos de la institucionalidad. Desde su óptica, los gobiernos mejor valorados son los más consecuentes con el cuadro de sus intereses. Están en todas las comisiones, viajes y recepciones del Ejecutivo como los representantes de la economía dominicana. Cualquier desacato a sus designios se interpreta como un golpe a la libre empresa o un atentando a la famosa competitividad, palabrita ya plebe que disimula todos los regaños.
En el caso del presente Gobierno la relación con ese sector ha sido nupcial. Obvio, la dispensa no ha sido gratuita: han gozado de los tratos que no tiene cualquier empresario sin sus acreditaciones. En reciprocidad, esa élite le ha consentido al Gobierno sus extravíos hasta el colmo de otorgarle la santa indulgencia por Punta Catalina, el pecado más abominable en la historia de la corrupción pública. El conocido grupo, a pesar de condenar desde sus gremios los atentados a la institucionalidad, se desdobla y en los aposentos negocia acuerdos políticos como el caso de la reelección.
Al lado de esos poderes informales nace el empresariado de las contrataciones públicas. Son los grandes constructores, contratistas y negociantes de la economía del Estado. En los gobiernos del PLD se han consolidado como casta de poder. Participan en los tinglados más opacos de contratación: repartos de obras, pago de sobornos, comisiones de reverso y sobrevaluaciones. Sus dominios no se tocan porque en nuestra cultura han impuesto el mito de que los empresarios son los buenos, no delinquen y son las víctimas de las flagelaciones estatales. Se asean con el favor de los de tradición y se arman políticamente con la compra de medios de comunicación, fórmula aséptica para lavar apellidos y entrar en las grandes constelaciones familiares, esas que mandan al carajo a los funcionarios y les dan nobles motivos a la crónica rosa.
Sí, ¡que vivan los empresarios! Pero aquellos que pese a todos esos valladares libran la lucha diaria para sobrevivir en condiciones desiguales de competencia. Los que sin contar con tales resortes empujan emprendimientos audaces y salen exitosos.
¡Que vivan los empresarios! Los que no reclaman honores por pagar impuestos ni dar empleo; los que no pasan facturas a los políticos ni les reclaman a los gobiernos protecciones o tratos preferentes en nombre de sus cuotas de empleo o de mercado o de sus “títulos nobiliarios”; los que no necesitan apalancamientos privilegiados para hacer negocios a puro músculo.
¡Que vivan los empresarios! Ese inmenso colectivo de pequeños esfuerzos que le da dinamismo a la economía desde la informalidad con algo más del cuarenta por ciento del PIB, sin exigir crónicas épicas, ceremonias de exaltación, ni más derecho que el que le dan las leyes. Esos que no usan su fuerza de mercado para intimidar, dominar o aplastar.
¡Que vivan los empresarios! Los que pagan calladamente sus impuestos y no les sacan sus declaraciones a los gobiernos para procurar acomodos, preferencias ni ventajas. Los que no hacen pasarelas con sus inversiones ni necesitan puestos en consejos de gobiernos ni en comisiones oficiales para mostrar su compromiso con el país.
¡Que vivan los empresarios! Los que soportan con estoicidad las agresiones fiscales y pagan los sobrecostos de la ineficiencia del sistema, incluyendo la corrupción de los políticos empresarios y de los empresarios políticos. A la postre la misma cosa.
¡Que vivan los empresarios! En su mayoría gente de trabajo y dignidad. Que pese a todo creen en un país que no retribuye justamente sus inversiones de vida.