La hipocresía está de moda. En un maridaje con la apariencia, el arte de fingir lo que no se siente sigue siendo al presente más elaborado, mucho más “sofisticado” (disculpe la palabreja estrambótica) que nunca. Su divorcio de la realidad y la verdad siguen tan vigente como el primer día.

Si hacemos una radiografía a la hipocresía podríamos percibir varias aristas que se proyectan en las relaciones humanas, muy en particular en la interacción cotidiana que se manifiesta en el centro de trabajo, el hogar, las parejas, los políticos, el periodismo, instituciones, etc.

Para quienes han tenido por norma vivir apegados a la realidad de sus hechos y de sus palabras, nunca deja de ser sorpresa cuando descubre que fulano o fulana de tal son o han sido fieles seguidores y practicantes de la hipocresía en su proceder y accionar.

Y no es tan difícil descubrirlos. Basta con comparar lo que sale por la boca de dichos señores y señoras. Sí, porque no es sólo asunto de mujeres, como algunos creen.  Muchos hombres en sociedades de gelatinosa moral caen en el “jueguito” de querer engañarse a ellos mismos y pretender engañar a los demás, comenzando por aquello de la apariencia.

Casi siempre, dichos bufones sociales suelen contraer y asumir compromisos, que suelen abandonar según sea la conveniencia. Y por lo general, viven más preocupados por “el qué dirán”, “el brillo de su reputación, sus compromisos, su credibilidad o su imagen”, que cumplir con sus deberes y obligaciones, o tal vez por quedar bien con alguien. Todo sea por la conveniencia política, social, religiosa o personal.

De manera que dichos personajes y personajillos suelen pulular en sociedades acostumbradas a la adulonería a la quinta potencia, el boicot, la envidia, la serruchadera de palo. Les encanta ese caldo de cultivo, entre sancochos, cervezas y bachatas de cualquier patio con vocación de harem, lo mismo en la Calle 8 de Miami, que el barrio latino de Nueva York, el Montmartré, de París, el Palacio del Son o los Congos  de Villa Mella.

A dichas sombras hipócritas les encanta alimentar la ignorancia, el misterio, el susurro del secreto celoso y malsano, en sociedades  donde la lealtad suele ser un bien poco cotizado y teorizado. Convierten la hipocresía en un arte sumamente refinado, de exquisiteces pletóricas. Tanto o más como lo fue durante su esplendor en la Francia decadente de Luis XVI.

La bacteria patógena del cultivador de la hipocresía pretende dañar todo lo que toca. Su podredumbre no puede ser simulada o ocultada, por más que quieran, detrás del  bigote estilizado, la carcajada estruendosa, la sonrisa maquiavélica, el besuqueo asqueroso, la mirada lujuriosa del sátiro o el mano muerta del chivo sin ley, se les filtra la falsedad, la mentira y el engaño egocéntrico.

Estos señores de capa y de espada se sienten impunes en su medio social. Tanto así, que presumen de honorables, virtuosos y caballeros, de poetas, políticos, comunicadores, bloggeros y hasta programeros… Pero cuidado, que el lobo feroz que los domina permanece al acecho continuo de la Caperucita, la honra ajena, el trabajo honesto y el esfuerzo de los demás.

Sin lugar a dudas, la hipocresía está de moda en el Siglo XXI. Es hija bastarda de los siglos de los siglos y prima de la corrupción del alma, que es más vergonzosa que la del cuerpo.

Tal parece que la hipocresía se niega a morir en medio de tantos pretendientes y amantes que se revuelcan como cerdos en el lodo infame de su auto exaltación, en una especie de orgasmo narcisista que haría palidecer al mismo Narciso. Son verdaderos hijos de la vela perpetua, sin ninguna posibilidad de redención.