Vamos a hablar claro: todo el que durante un largo período gaste más que el ingreso que recibe, está condenado a después gastar menos que su ingreso para poder pagar las deudas que acumuló. Nadie puede endeudarse de manera indefinida. El día que alguien descubra la vía para hacer esto habrá descubierto la fórmula de la felicidad eterna, consistente en disfrutar del trabajo de los demás.

El que gasta más que su ingreso hoy deberá producir más que su gasto mañana. Eso es una ley elemental que aplica tanto entre individuos como entre naciones. A menos que entienda que eso no le importa, porque cuando llegue el momento de pagar ya será otro quien ocupe su lugar, o que puede conseguir que le perdonen las deudas.

Una segunda cosa: desde hace mucho tiempo, Grecia no es un país caracterizado por tener un gran capital social. Las relaciones sociales no se basan tanto en la confianza como se espera de una sociedad civilizada, y tanto puede un turista ser timado en la calle, el Congreso aprobar un régimen de pensiones financieramente insostenible, como el Estado arreglar las estadísticas para presentar una realidad maquillada. Como cualquier país tercermundista.

Admitamos una tercera realidad: Los alemanes viven traumatizados por la hiperinflación que vivieron sus ancestros tras la primera guerra mundial. Esa experiencia condicionó la idiosincrasia del pueblo alemán y explica por qué, tanto los sectores de izquierda como de derecha coinciden en sus posiciones conservadoras cuando se trata de políticas macroeconómicas, fiscales y monetarias. No admiten que hasta ellos tuvieron que ser rescatados.

Decía al principio que todo endeudamiento tiene su límite. Llegar al límite puede ser tanto culpa del que se endeudó como del que financió, pues la primera responsabilidad del sector financiero es cuidar el dinero de sus clientes antes que prestar riesgosamente en busca de ganancias excesivas.  El problema es que nadie sabe a ciencia cierta dónde está el límite, y hasta los economistas viven discrepando sobre esto. Por las experiencias de tiempos recientes, parecería que para cualquier país desarrollado, deber más de 100% de su PIB puede ser problemático; y para uno subdesarrollado, una deuda de 50% del PIB puede ser mala señal.

No hay un número mágico: Japón tiene una deuda altísima, pero nadie lo considera un problema. La diferencia está en la credibilidad de las instituciones, la capacidad de recaudar tributos y las tasas de interés que el mercado les exige. En Japón hasta le pagan al Gobierno por prestarle.

Manejar las finanzas públicas de un país muy endeudado puede constituirse en un infierno. Los administradores del Tesoro público entienden que por mucho esfuerzo que hagan, casi todo se les va pagando. Y cuando los acreedores piensan que ya se llegó al límite, todo el mundo quiere cobrar rápido, pero entonces tienen su propio límite de hasta dónde pueden apretar la tuerca sin matar al deudor, porque en este caso pierden los dos.

Y si todo el esfuerzo tiene que ser aplicado exclusivamente por el lado fiscal, como es el caso de Grecia que no tiene moneda propia, entonces el remedio puede ser más riguroso.  La realidad es que esas políticas de austeridad extrema son inhumanas: cuando el Gobierno se ve precisado a reducir drásticamente sus gastos y aumentar sus impuestos para generar los excedentes que le permitan pagar, entonces se deprime la demanda agregada y las empresas venden menos. Si el país pudiera devaluar, entonces las empresas podrían aliviar la situación vendiendo en el exterior lo que no pueden vender a su propia gente. Pero de lo contrario, la economía se viene abajo, se genera desempleo y la población se empobrece

Con el agravante de que por mucho que se pague, la deuda es cada vez mayor, por dos razones: primero, porque se eleva el riesgo país y los intereses son cada día más altos, obligando al gobierno a cobrar más impuestos o brindar menos servicios a la población para poder hacerles frente; y segundo, porque al medirse el coeficiente de deuda con relación al PIB, y éste venirse abajo, dicho coeficiente sube más. Es así como ahora Grecia debe mucho más que al comienzo de los ajustes que se le han impuesto, y tiene menos capacidad de pagos, pues mientras más impuestos el Gobierno intenta cobrar menos le resultan por la caída de la capacidad contributiva de ciudadanos y empresas.

Hasta que la gente se cansó, tras siete años de empobrecimiento brutal, de ajustes y más ajustes, de pagos y más pagos, de más desempleo y menos servicios públicos, y la deuda que no baja. Al cansarse, en vez de votar por los partidos de derecha o los socialdemócratas, a quienes los alemanes mantenían como el toro por los cuernos, votaron por Zyriza y eligieron a Tsipras como primer ministro, quien les había prometido que lograría doblegar a los acreedores. Y la verdad que lo intentó, pero no pudo.

Esto fue un insulto para los guardianes del norte, que endurecieron su posición, y más rabiosos se pusieron con el llamado a referéndum, disponiéndose a mostrar a los griegos (y de paso a otros) que ese intento de ejercer la soberanía popular no es compatible con su situación económica. Literalmente, se propusieron humillarlo, y así lo hicieron. Difícilmente el gobierno de Tsipras sobreviva mucho tiempo. Alguna gente llama a esto “golpe de estado”, aunque algunas noticias recientes parecerían indicar que, una vez conseguido el objetivo político, la llamada Troika pueda aflojar un poco.

Es importante indicar que el mejor tiempo para reducir la deuda es cuando la economía está creciendo, porque en épocas de crisis es casi imposible. No por casualidad, en la pasada década de crecimiento económico casi todos los países de América Latina aprovecharon la oportunidad para reducir su coeficiente de deuda pública. Algunos como Argentina, Perú, y Colombia la bajaron drásticamente; otros la bajaron menos mientras otros, como Chile, mantienen un coeficiente de deuda bajísimo aunque no lo hayan bajado. Sabia decisión que, ahora, cuando las cosas no pintan bien, les permite manejar su situación macroeconómica.