A continuación comenzaré a exponer sobre el sentido y la esencialidad de la obra de arte en la serie de artículos que seguirán al presente, análisis que estará enfocado desde mi particular visión personal. Sin embargo, que sea una perspectiva personal no implica que semejante perspectiva sea arbitraria o falsa. En efecto, en este estudio procederé al utilizar el método fenomenológico.
Este procedimiento trata de describir el ser de la obra al tomar en cuenta su desplegarse desde la adopción de la más rigurosa observación lo que acontece con ella en si misma. El fenomenólogo tiene que proceder con gran orden metodológico, paso a paso y debe conducirse con serenidad, tomando en cuenta todo cuanto se revela a una percepción atenta, minuciosa, descriptiva de la obra de arte de que se trata.
Situémonos, pues ante una obra de arte, la que prefiramos de entre la que hemos indicado como ejemplos de obras de arte en mi artículo anterior, o ante cualquier otra que sea reconocida indiscutible por la generalidad de los humanos con ciertos conocimientos, y sensibilidad estética, como obras maestras universales.
Ante todo, debemos reconocer lo más obvio: toda obra de arte se manifiesta como algo material; se basa en lo material, existe en cuanto es una cosa.
El edificio se arma desde los planteamientos y la concepción de sus espacios que se anclan concretamente en sus cimientos y adquiere realidad en el rejuego de sus volúmenes y de sus silencios.
El cuadro cuelga en la pared como cuelga la ropa al sol. La obra no se distingue de los otros objetos –en cuanto son cosas– que encontramos en nuestro pequeño mundo ambiente.
La partitura del concierto, los libros de poemas, las novelas, son almacenados en el sótano de la casa editora, cómo se almacena el azúcar en sacos de henequén que se organizan en estibas en los depósitos del ingenio. Además, en la partitura y en el poemario cuentan las manchas de tinta, los signos que estas manchas pretenden conformar: palabras, símbolos, imágenes, códigos. Tales signos pueden contener o no, colores que pueden señalar o resaltar ciertos sentidos u órdenes semánticos, o a códigos simbólicos que aspirarían a tener validez por una toma de decisión, por convención, tradición o por juego del azar.
También resulta ser algo material el sonido o el ruido, el timbre, la altura de onda y la extensión de la nota musical, la tonalidad que asuma según el lugar que ocupa en el pentagrama y que llega a conformar un acorde y la combinación de varios acordes se resuelven en una frase musical que a su vez compone una melodía dotada de cierta armonía. Esto es así siempre. Al igual son materia las posturas y los movimientos rítmicos del cuerpo de una danzarina en una escena de ballet.
Otro elemento que se asocia generalmente con la obra de arte y que muchos estiman como un componente esencial de estas, es la presencia o menos de la belleza.
En casi todas las consideraciones sobre el arte, casi hasta nuestros días, se relaciona la obra de arte con la representación de un cierto grado de belleza. Empero, debo aclarar, siguiendo al efecto una observación que recoge Heidegger en uno de sus escritos sobre el arte, que la belleza no es constitutiva de la obra de arte auténtica, sino que es el resultado de una obra de arte verdadera.
Dicho de otra manera, lo bello no contribuye al ser de la obra de arte, sino que es un ingrediente exterior –si se me permite utilizar aquí ese termino respecto a la presencia de la belleza– implícito en algunas obras de arte constituidas como tales.
Este es un tema delicado, diría que se presenta con cuernos para muchos críticos, pero ahora no puedo detenerme mucho tiempo en tratar sobre este detalle.
Empero, invito a hacer una experiencia tomando en cuenta algunas obras de un gran artista del siglo XX, quizás el más grande, se trataría de vivir con intensidad el experimento de fruir con pasión, con exaltación una obra de Picasso (1881-1973), por ejemplo, el Guernica, conservado en el Museo Reina Sofía de Madrid. El cuadro representa una escena terrible, representa muerte, destrucción, abatimiento y denegación de derechos. Todas estas desgracias son efectos de un bombardamiento aéreo, frutos devastadores de una guerra. Por su fruición como obra de arte es posible comprender que en el tema, la presencia de la belleza no aparece como algo sustancial para la representación del contenido presente en esta obra de arte.
También, podría mencionar la imagen del cuadro del mismo Picasso, Las señoritas de Avignon, como se le conoce generalmente. Pero cuyo nombre correcto es: Las señoritas de la calle de Avinyó –tal como documentan especialistas en el cuadro–, que se encuentra en el Museo de Arte Moderno de Nueva York.
La obra representa un nuevo punto de partida donde Picasso: “elimina todo lo sublime de la tradición rompiendo con el realismo, los cánones de profundidad espacial y el ideal existente hasta entonces del cuerpo femenino, reducida toda la obra a un conjunto de planos angulares sin fondo ni perspectiva espacial, en el que las formas están marcadas por líneas claro-oscuras.” Dos de los rostros, los que presentan un aspecto más cubista de los cinco, se asemejan a máscaras puras y simples, máscaras de origen etnológico africano, lo que nos habla del origen de la inspiración del artista. De esa obra se puede hablar de muchos temas pero no de la presencia de la belleza.
Hay una opinión sobre este asunto que respeto y cito aquí porque valoro mucho la obra filosófica que luce la calificada estudiosa de filosofía de la música, Jeanne Hersch, quien es su autora: El juicio estético es, en mucha mayor medida, un juicio de realidad que un juicio de belleza. [L’Etre et la forme, pp. 199/120, 1946, Neuchatel.]
Hoy en día en lugar de hablar de belleza respecto a una obra de arte, preferimos referirnos, siguiendo la definición elaborada en el siglo XX, a partir de un análisis del crítico y filósofo alemán, Walter Benjamín, de Aura de una obra de arte auténtica.
El aura viene a significar un carisma, un cierto refulgir de una potencia de con-sistencia, de autenticidad, de propiedad, de coherencia, de identidad de una obra respecto de si misma. Esta cualidad estaría presente en toda obra verdadera. Los diccionarios ad uso la definen como metáfora al decir: una irisación o irradiación de luz inmaterial. El aura seria fruto de un consenso, favor, aplauso, o aceptación general del ser legítimo de una obra en cuanto tal.
La estética contemporánea valoriza altamente la importancia del trabajo sobre, con y en la materia. Empero, esto no es un descubrimiento nuevo, ya Miguel Ángel (1475-1564), en el Renacimiento, mantenía que la escultura estaba virtualmente contenida en el bloque de piedra original.
Esta teoría esta a la vista en las estatuas de los prisioneros, que se muestran en la Academia de Florencia, son cuatro obras inacabadas destinadas a la tumba del Papa Julio II. Allí las figuras aparecen en proceso de liberarse del bloque de mármol de Carrara que parecen contenerlas. También en un soneto, Miguel Ángel sugiere que su primera fuente de inspiración es la materia, el bloque de mármol, y define que su tarea como artista, consistiría en saber conversar adecuadamente con esta piedra maciza.
Algunos pensadores contemporáneos –en este caso el teórico de la estética, de origen turinés, Luigi Pareyson,, que fue el maestro de Gianni Vattimo– han llegado a afirmar que toda obra verdaderamente grande brota sólo desde un intenso diálogo con la materia, en el cual emerge hasta nuestra sensibilidad, desde ella misma, desde sus oscuras profundidades, nuevas presencias, sobre las que podemos ejercitar nuestra acción reveladora, modificadora. Así, el artista, en su labor creativa, afinaría un encuentro, un diálogo inconsciente entre el propio cuerpo y su sensibilidad, por un lado; por el otro, con la materia a que se entrega e intenta moldear y abrir hacía la luz.
Trabajar, pensar, producir desde el propio cuerpo y la propia sensibilidad constituiría la posibilidad originaria de dónde brotaría, en comunión con la materia, toda forma y toda organización formal sensible, y por ende, toda obra de arte.
Ahora bien, si aceptamos la constatación de la materialidad constitutiva de la obra de arte, tendríamos abierta la posibilidad de una dirección metodológica: Toda obra de arte es inmediatamente una cosa.
Sin embargo, enseguida debemos agregar serenamente que no todo lo que acontece en una obra de arte termina ahí. Este sería solo el origen. Hay en ella algo más, acontece en ella algo mayor en importancia y trascendencia.
Cada obra de arte, al aparecer y manifestarse en su ser se revela como acontecer, como cifra y como enigma. La clave del sentido de la expresión que revela el cometido de la estética, sería descubrir ese no sé qué que quedan balbuciendo –tal como lo expresa el magnífico verso de San Juan de la Cruz–.
Para descubrir la esencia de la obra, la consistencia de su ser, su acontecer como obra, sería necesario rasgar las interioridades de semejante cofre de plenitudes que es. Esto podría revelar una dirección, crear un sentido de orientación que constituya la base de un horizonte territorial o contextual a quienes sean capaces de penetrar con método esa promesa que se resguarda como espléndido fulgor oculto.