En sociedades sin orden las cosas se hacen y luego se piensan. La planificación no suele ser una de las condiciones mejor laboradas. Los costos de la improvisación son lesivos y abonan enormes cargas a nuestras quiebras institucionales. Un ejemplo de ese efecto es el sistema educativo. Después de aprobado el 4 % del PIB tenemos un Ministerio de Educación con más ingresos que programas, lo que ha alentado el dispendio en gastos burocráticos. Nunca he estado de acuerdo con el uso del PIB como valor de referencia para especializar fondos públicos; creo que es más sano y realista programar los ingresos con base en un porcentaje del presupuesto general de la nación.
Tampoco estoy de acuerdo con segregar capital público por ley sin ponderar antes las necesidades presupuestarias del Estado como un todo unitario atendiendo a un plan de desarrollo racionalmente estructurado. Así evitamos las grotescas asimetrías que en la estimación y aplicación del gasto se registran en las cuentas públicas. Ahora nos sobran recursos en educación y nos faltan en salud pública. ¡Ojo!, con esta opinión no desapruebo el 4%; todo lo contrario, defiendo hasta el último centavo su óptimo aprovechamiento.
Cualquier gobierno libre del “virus del festín” que afecta el ADN del PLD estará obligado a una revisión estructural de la Administración pública. Mantener ese oscuro y enmarañado armazón es demencial. Nuestros déficits presupuestarios y de pagos se verían generosamente impactados con la racionalización de la burocracia estatal. Nadie sabe si en ese camino nos tropecemos con un superávit.
Yo empezaría analizando el efecto de suprimir cientos de instituciones públicas duplicadas, superpuestas o mantenidas únicamente para justificar nóminas; luego seguiría con el desmonte de toda partida publicitaria en instituciones que no prestan un servicio público comercial o que por la naturaleza de sus actividades no precisen de campañas de educación, prevención o emergencia públicas. ¿Qué hace, por ejemplo, la Cámara de Diputados anunciándose o el Instituto Dominicano de Aviación Civil? Increíble, pero he visto publicidad comercial hasta de la Cámara de Cuentas. Esos son nichos infecciosos de corrupción. Los criterios reales de pauta y colocación de esa publicidad de fachada no son otros que el intercambio de favores electorales o prebendas camufladas.
El gobierno dominicano es un monstruo. Tiene un funcionario público activo por cada veintidós habitantes. Pese a eso, la calidad del servicio es de bajos estándares, con la honra de ocupar el segundo lugar en América Latina en sobornos según la encuesta de Transparencia Internacional del año pasado. Por su opacidad y discrecionalidad, no se han podido cuantificar los ingresos disipados en la corrupción pública. El desorden inducido ha sido el más fuerte y discreto socio de los gobiernos y en eso el PLD ha merecido un Nóbel.
Los gobiernos del PLD no se conformaron con aumentar los sueldos; crearon regímenes autónomos de pensiones, mantuvieron pagos de caja B (nominillas), masificaron el testaferrazo, viciaron las licitaciones públicas, especularon con las cuotas de importaciones, negociaron con los permisos, licencias y concesiones públicas, jugaron con las subcontrataciones, aumentaron las comisiones de reverso cobradas a los contratistas, mantuvieron a exfuncionarios en nómina a través de las eufemísticas asesorías, pero sobretodo convirtieron al Estado en el principal empleador, inversionista, constructor y deudor.
El asunto es que el PLD ya es un partido “de Estado” y en esa condición perdió individualidad e identidad. Una reunión del Comité Político es más relevante que cientos de sesiones del Congreso. Total, las cámaras legislativas son brazos mecánicos de sus decisiones, las que tienen la misma fuerza vinculante que una ley. El gobierno, en la cultura política del PLD, es un mero instrumento de poder; proveedor de puestos, fondos y oportunidades de negocio. Ese modelo no se sostiene ni en la lógica ni en el tiempo. Solo una sociedad regida por patrones de vida y visiones atávicas admite su vigencia.
El gran salto competitivo de la República Dominicana no está en simplificar los trámites, en liberar de requisitos formales la constitución de empresas, en agilizar los registros de marcas, patentes y permisos o en mejorar la eficiencia en las respuestas de las agencias gubernamentales; esas son medidas que se entienden implícitas en las administraciones modernas. Esos logros (que todavía mantenemos en carpeta como desafíos) son simples políticas cosméticas para mejorar la imagen o escalar puestos en los índices globales de competitividad.
La cuestión medular está en la inoperancia de un Estado que no puede caminar por su pesadez, que no presta un servicio eficiente por su incompetencia, que no garantiza seguridad jurídica por su arbitrariedad y que no promueve el desarrollo por su corrupción. Eso es fondo; lo demás forma.
Mientras los partidos sean agencias de colocación de gente en la Administración pública, ese cuadro no cambiará. Igual cuando el Estado sea concebido y se explote como una plaza o hacienda para hacer negocios. Ese paradigma debe cambiar. Continuar explotando el modelo del PLD es antinatural.
Los Estados funcionales han hecho la transición de la mano de los principios del buen gobierno corporativo, de los criterios de la eficiencia, de los controles de la calidad del servicio, de la incorporación de la tecnología y del desarrollo del talento competente. Un técnico calificado hace el trabajo de treinta burócratas y con mejor rendimiento. En ese esquema de gestión no se explica racionalmente que un funcionario pueda ocupar la dirección de cuatro ministerios distintos en menos de tres años, que un funcionario realice una actividad empresarial mientras lo sea y, en algunos casos, aún después; así como que haya vínculos de parentesco entre funcionarios de una misma dependencia, entre otras tantas desviaciones. Imaginar por un minuto la huida de cerebros por la pérdida de oportunidades ocupadas por la mediocridad política es para sobrecogerse. Debemos pensar en el cambio y debe empezar por el Estado.