La semana pasada les comentaba sobre la declaratoria de emergencia ambiental que hicieran grupos de la sociedad civil y profesionales de la UASD, Academia de Ciencias y el Congreso Nacional. Dicha declaratoria está motivada en los altos niveles de degradación de los bosques a nivel nacional. Hacíamos referencia que los estragos sufridos por nuestros recursos naturales no se debe a ninguna situación de hambruna fisiológica: se deben a la hambruna consumista.

Como es sabido, los sistemas productivos no guardan relación con un sistema de planificación a nivel estatal. Esto es, no existe una organización entre las necesidades de la población dominicana en cuanto a producción agrícola para el consumo de alimentos se refiere, con los procesos de producción que se llevan a cabo. Donde quiera que se consulte, cuando alguien asume un proyecto de producción, puede jurarlo, se trata de una idea de exportación. La producción está definida por el consumo internacional de rubros específicos. Es por esto que, según el censo agropecuario del año 2015, el 70% de la producción que nos alimenta proviene de la producción agrícola de pequeña escala, llamada agricultura familiar campesina.

Por esto yo hacía alusión a que la deforestación está motivada no porque tenemos hambre fisiológica, sino necesidad de complacer el consumismo que nos mete por los ojos la televisión todos los días, y que nos mueve a producir, al final de cuentas, dinero para consumir. Y no importa qué demande el mercado internacional, o las necesidades que tenga el local, cuando pensamos en producir, pensamos en exportar. Lo malo es que no conocemos que estos afanes no vinieron, no se nos ocurrieron de la nada, sino que forman parte de un proceso muy bien estructurado para atraparnos en esa trampa y que no podamos salir de ella.

Fue después de la Segunda Guerra Mundial cuando el aparato productivo de los Estados Unidos, levantado para mantener la guerra, se quedó de brazos cruzados sin tener qué producir con tanta industria. Entonces Víctor Lebow propuso que se promoviera una forma de producción en que los productos no tuvieran mucha duración, se gastaran o fueran rápidamente reemplazables, para que el sistema productivo se mantuviera creciendo en el tiempo y de manera permanente. Fue lo que produjo los fenómenos de la obsolescencia percibida y programada. Y así nos mantienen, produciendo, comprando y comiendo. Y todo a expensas de los recursos naturales, locales o internacionales.

Y de nuevo, ya a principios de los años 70s el Club de Roma había publicado su estudio sobre Los Límites del Crecimiento, en el que se explicaba que no se podía, no era factible tener una producción siempre creciente en un planeta de recursos finitos. El problema es que no sólo los recursos naturales que se extraen para producir bienes superfluos son finitos, la energía que se transforma también deja su huella en el ambiente con la producción de residuos líquidos, sólidos y gaseosos que se emiten. Un ejemplo de esa inconciencia lo constituye el llevar productos envasados, jugos o refrescos, hasta las poblaciones rurales más alejadas, que cuentan con la posibilidad de ordeñar una vaca o exprimir una naranja, limón o piña, para que luego deban tener que apilar todos aquellos envases plásticos y metálicos en un montón para prenderles fuego y producir las dioxinas cancerígenas que contaminarán su limpio aire, creando una ruptura cultural, además de la relación amigable con la naturaleza que antes se tenía.

Pero la situación no duraría mucho tiempo. A pesar de que no me he cansado de decir y promover que estamos equivocados, los niveles de alienación que han conseguido los medios masivos de comunicación podían vencer al más osado ciudadano consciente. Era cuestión de tiempo: están cayendo por su propio peso. Estudiantes de bachillerato en Europa están reclamando que las autoridades y los tomadores de decisiones no escuchan ni prestan atención a lo que está ocurriendo. Aquí en el terruño, si no es porque lo dice un Míster o un Monsieur, no se hace caso a lo que una expone, si es que los negritos comecocos, de dónde podemos sacar cerebro para semejantes alarmistas expresiones de preocupación sobre lo equivocado del camino que llevamos. Por suerte ya empiezan a escucharse las voces a las que sí se les hace caso, a las que sí se les escucha, los que sí tienen la verdad en sus manos y sus cabezas. Jorge Riechmann, filósofo y ecologista español nos recalca lo que ya sabíamos pero que nadie quería, lo que nadie quiere escuchar todavía, no podemos imponer el estilo de vida de los países desarrollados a toda la población planetaria. Por una razón muy simple: no alcanza el planeta.

Es todo lo contrario, debemos entender que lo que tenemos que hacer es desacelerar el consumo, dejar de abrir los ojazos cada vez que vamos a las tiendas y vemos algo nuevo que se nos antoja. Que los europeos entiendan que Latinoamérica no puede abastecer ni sustentar sus antojos de comer aguacates mañana, tarde y noche y el día de mañana también, porque la naturaleza no dispuso ese árbol para que se plantara como monocultivo en grandes extensiones de tierra para que un puñado de productores, en cualquier lugar de nuestra geografía, destruyera los bosques y dejara sin agua a comunidades enteras, porque los europeos están antojados de comer nuestro delicioso aguacate.

No, no podemos seguir este ritmo de vida, esta forma de producción. Si no escuchamos, como hasta ahora lo venimos haciendo, la sequía será no sólo de agua, sino de toda la producción, y nos faltará lo más necesario, sin lo cual no podemos vivir. Estamos conscientes de que los cambios culturales son muy lentos, pero tampoco somos autómatas que no podamos entender lo que tenemos enfrente. Ya se nos está diciendo de muchas maneras. A pesar de las enseñanzas viejas, debemos empezar a darnos cuenta, puesto que el conocimiento no es estático y todo es cambiante. A lo mejor no se animen a escucharme a mí, pero tal vez se les antoje indagar y buscar información que les documente y les sirva de guía. El futuro de ustedes lo necesitará.