Mademoiselle Contreras al retornar al Cibao y  a su  natal  San Francisco de Macorís, en  1933,  sea adentra con mucha intuición y aguda observación, en la vida pueblerina; escucha esas “íntimas” conversaciones interminables, llenas de detalles y chispas de habladuría de las comadres  sobre  los múltiples matices de la cotidianidad  pueblerina. Hablar, en la Provincia Duarte,  era un recurso de convivencia para dejar que el correr del tiempo,  el polvo de sus calles y de los caminos no extinguiera las esperanzas de vivir.

 

La inquieta Hilma, en Macorís, respira el perfume de la tierra virgen y  junto al movimiento de las ramas de los árboles en La Ermita se siente flotar cautivada por una inusitada verdad: la verdad de la plenitud de la libertad de su imaginación que construía irrealidades o realidades inverosímiles que nos tocan a todos, y en especial, a los habitantes de esta República que no dejaba entonces de ser una aldea con sus pretensiones de “progreso”.

 

No obstante, al saber que la falta de “civilización”, de vida  moderna o vida organizada era casi neutra, provoca que ella viviera, a veces,  un albur, ya que la vida le lucía agonizante. Era la rebelión de su memoria de escritora que se negó a agonizar ante los dramas, el vértigo y la infinitud de la belleza cibaeña que bebían sus ojos.

 

Entonces, su “pueblo chiquito” es la copia fiel, al carbón, de lo que ocurre en la década del 30 en muchos rincones de la geografía nacional, y que describe en escenas-estampas de una actualidad sorprendente.

 

Así, su pueblo, que encuentra chiquito, después de su regreso de París, es su mirador desde el cual cuenta los vaivenes y sobresaltos de la vida de sus gentes. Es este pueblo el primer escenario del teatro corredizo de la existencia, pero sobre todo de su existencia.

 

Los relatos de Pueblo Chiquito [1] a los cuales Contreras llama “impresiones”,  pertenecen  a la primera etapa de su obra narrativa; escritos entre 1934 y 1935 han permanecido inéditos por más de siete décadas.  ¿Por cuál razón? – Porque los protagonistas de los mismos y las situaciones que recrea corresponden a  personas de su entorno familiar, cuando los atisbos de dolor llegan a su vida, y empieza a ver  la realidad en escorzo, a preocuparse, aún más,  por el ruido callejero de su pueblo, y  por las personas que viven y circulan en él.

[1] Pueblo Chiquito (Alegrías y tristezas de otros tiempos), 1934 y 1935, de Hilma Contreras fue editado recientemente por la Editorial Santuario.

EL FORASTERO

Paquito Morales atisbaba la única calle ancha de San Diego, metidas las narices cobrizas entre las rejas amarillentas de la persiana.

Era nuevo en el pueblo y lo interrogaba con la curiosidad expectante del forastero.

La riqueza o la personalidad política son las únicas superioridades que en los pueblos chicos logran imponerse. A ambas se les perdona, aparentemente, la envidia que suscitan; a la una porque se presta a la adulación lucrativa, por amor a la seguridad personal o por servilismo mal entendido a la otra.

Las dotes del espíritu o de la inteligencia, cuyo rendimiento no es inmediato, no cuentan con decididos adeptos en tales poblaciones.

Paquito Morales era pues una paradoja: había malgastado su herencia paterna en viajes por Europa y nos regresaba rico en cultura y pobre del bolsillo.

Esto resultaba insufrible.

Consideraban mis compueblanos imperdonable debilidad el hecho de conservar en la retina la amplitud de los horizontes europeos, cuando las manos no son pródigas.

Ahogado en su círculo de montañas, enroscado en la concha de los prejuicios tradicionales, no podía comprender San Diego la honda satisfacción de contemplar la vida como una inmensidad deslumbrante en el espacio infinito de la Tierra.

Hoy, tras varios años de expansión espiritual en el extranjero, me hago cargo de nuestra pasada injusticia para con Morales. No obstante, aun en estos momentos de luz interior y de remordimiento, le reconozco su buena parte de culpabilidad. Padecía el poeta de un mal mortificador: la pedantería. Pero los sandiegueños se encargaron de limarle tal aspereza.

¿Quién escapa a la acción limadora de los pueblos chiquitos que, como el nuestro, son echados de lado por la mano ensanchadora del progreso?

Las diez de la mañana.

En la plazoleta enarenada de la iglesia formaban grupo algunos hombres retenidos por el relato de una mujer trajeada de largo, escotada y muy pintada.

A los ávidos oídos de Paquito Morales llegan migajas de la conversación.

-Fue más arribita de la Estación –decía la informadora gesticulando- cerquininga del difunto Enemensio… Por ahí vienen ya.

Un mulato encachuchado pronunció categórico:

-Yo lo he dicho: aquí hay que andar armao. A mí me pueden ajutar en la cárcel cien veces, pero yo no suelto mi cuchillo. iAh, sí, a mí no me la hacen!

La Calle Comercio se animaba con la gente amotinada. Los grupos obstruían las entradas del Tribunal. Circulaba aire de suceso.

-Dona Chea –llamó Paquito- ¿qué pasará?

-¡Bah! –contesté por mamá que no acudió a su llamada-. Uno que abatieron mansito.

Iba a horrorizarse nuestro huésped cuando el asombro le ahogó la exclamación en la garganta.

En una camilla, sostenida por un montón de hombres, pasaba el herido. Sólo se le veía la cabeza calva, coronada de plata, y los hombros potentes.

En el corrillo del Tribunal comentaron:

-Ese bota las tripas antes de llegar al hospital.

-iCobardes! –vociferó un jovencito estremecido de indignación-. iSon toditos unos cobardes…!

-Dizque fue por un chele que lo destriparon –cortó Pedritín, el hijo de Juan Tomás el loco.

-¡Por un chele! –repitió el coro-. iQué barbaridad!

Al poeta (que poeta era el compañero de estudios de mi hermano Joaquín) se le remontaron las finas cejas en la frente espaciosa.

-¡Ay, Dios santo! –exclamó. Desmienta a esta gente, Altagracia… pero… ¿adónde se me ha ido esta muchacha?

Yo, escondida detrás de la pesada cortina, estaba que me ahogaba de risa.

—-

¿El patio de mi casa?… Un rectángulo mal enladrillado, desnudo de flores, con un tanque de tosca base musgosa y madorosa. Tomando aliento en la fresca redondela, el patio se empinaba en estrecho callejón umbroso hasta la larga y basta portada de gruesos goznes chirriadores.

En la pequeña franja de tierra de su fondo, envejecía un naranjo nudoso que nos suministraba el agrio tan requerido por las cocineras. Durante el invierno las aguas fangosas del solar vecino, en hinchazón paulatina, se introducían por las rendijas de la palizada retorcida, deslizándose silenciosas hasta la alta acera de la cocina.

Debajo del piso de la casa montada sobre elevados pilotillos, se refugiaba la bandada de los conejos en las horas caniculares, cuando el aire candente nos oprimía el pecho. Los pequeñines, copitos de algodón de trotecito torpe y ojillos de rubí, preferían la vecindad refrescante del tanque o el embudo penumbroso del callejón.

Cuando despertaba el día, en el instante de jubiloso estremecimiento de las primeras horas, por los calados ventiladores se filtraban las miradas curiosas del sol, adormilado aún, en áureos temblores polvorosos que flotaban en la suave oscuridad de mi aposento.

Algo avanzada la tarde descendía una cuña de sol rubio hasta los roídos ladrillos del pasadizo. A la hora en que simulaban titilar las lentas campanadas de la Oración en el desangramiento lumínico del poniente, la parte alta de la desvaída portada se prendía como una fogata.

En aquel rincón acogedor me encontraba yo, entre mis puños el latir precipitado de dos corazoncitos, cuando Joaquín me interpeló descoyuntado de risa,

-Me han puesto orejón a Paquito-dijo, apoyándose en el tanque que relumbraba al sol.

Hubo un relámpago de cuerpos elásticos.

-¿Cómo así? -pregunté sin soltar mis prisioneros.

Tuve suficiente paciencia para callar mientras él encendía un cigarrillo, dentro ya de la sombra callejonera. Luego comenzó a contarme lo que sabía por Juanito Florencio.

La broma la gastaron en la sastrería “La Moda", punto de reunión de los vagos y de los profesionales sin clientela.

-Aquí en San Diego -explicaba Pedritín a Morales- nadie cuenta las cosas del mismo modo. Es bueno que usté se entere que a nosotros los sandiegueños nos gusta la variedad, y si no, que lo diga Juanito.

La rubia cabeza despeinada del sastre se irguió, burlones los ojos cálidos como granos de maíz lleno.

-Por eso le contaron horita -dijo- que al tipo ese lo mataron por tramposo en el juego.

-Y en fin de cuentas, ¿en qué quedamos? -insistió el forastero.

Las grandes tijeras del sastre parecían petrificadas en una carcajada.

Juanito continuaba sonriendo.

-Por la hora presente, en que el juego es una mala cosa y hay que acabar con él.

Tornaron a encumbrársele las cejas a Morales.

Era exclusivo de Paquito Morales esa sonrisa suya, desagradablemente socarrona, que le empujaba las finas cejas, unas cejas femeninas y diabólicas, hacia lo alto de las sienes. Si extraña resultaba toda su persona por lo meticulosa y regordeta, más lo era la sonrisa, hilarante, atrevida, que retozándole en los claros ojos hundidos le alteraba los músculos  del cuello bovino y le hervía bajo la epidermis cetrina de la frente brillante.

 

 

-Dígame una cosa -solicitó Pedritín, irritado por la burla de aquella sonrisa-, ¿se trajo su puñal?

Experimentó el interpelado un hipo de sorpresa.

-¿No lo trajo? -apiadóse Pedritín-. Oiga un consejo de amigo: si no lo trajo, búsquese uno. De momento lo necesita.

-¿Yo…? Yo no uso esas cosas -replicó el forastero despreciativo.

Los ojos cálidos del sastre titilaban de júbilo.

-Mire, aquí para darse a respetar hay que cortar a uno. Así como usté me ve, yo me he tirado dos.

-¡Ay, Dios santo!, pero ¿qué pueblo es éste?

Los dos bromistas soltaron la carcajada.

-Un pueblo caliente -dijo Pedritín-. A usté que viene de Francia con tanta finura, si no se anda con cuidado se lo tiran en una esquina.

– ¡Oh! ¡Oh!

Del Tribunal salió un hombre.

-¡Ey, don Justo! -llamó a gritos el turbulento Pedritín-. ¡Don Justo! Venga a darse su plantecito con este francés.

Quien veía a don Justo pensaba de inmediato en una mata de coco chamuscada por incendio sabanero.

Desgarbado, sucio, pero muy fino, muy cortés, tanto que la gente no le regateaba el don ni siquiera cuando asfixiaba con su tufo a ron.

-Enchanté, Moisé -saludó en amplia reverencia.

La sonrisa mojada enseñaba sus grandes dientes cariados y tabacosos.

Morales estaba desorientando, oscilando entre la risa y la indignación.

Entretanto, los dos amigos le adivinaron a don Justo, en el relámpago rojizo de los ojos estriados de venillas inflamadas, la invariable oración con que demostraba sus conocimientos en el idioma galo. Iban a protestar cuando sonó seco e imperativo el saludo de Juan Tomás.

En el umbral reverberaba un anafe repleto de brasas. Allí se estuvo un buen rato el pobre Juan Tomás, absorto en la contemplación del vivo resplandor, lascivo rumbero bajo las planchas taciturnas.

Inesperadamente dio la espalda a la sastrería para alejarse, como flotando, por la calle abrumada de sol.

-¿Y éste, quién es? -inquirió el forastero.

Pedritín quiso traspasarlo con los ojos de agudo mirar. Erizado de disgusto se encasquetó el sombrero y salió sin pronunciar palabra.

-El papá de Pedritín -contestó Juanito de nuevo inclinado sobre su trabajo.

-¡Ah, el papá del joven! -comentó Morales.

Por el rostro ancho se le regaba esa sonrisa suya, socarrona y subcutánea.

Don Justo reía con los ojos colorados.

{Gallery dir=’Ylonka_190813′}