Cuando se pone en una balanza el número de víctimas de la desigualdad  y el aparente progreso del país, no sólo no hay equilibrio sino lo primero supera en mucho a lo segundo. El cambio entre estos extremos cuestiona la ética del progreso y de la democracia.

Hoy día, impulsados por los Objetivos y Metas del Desarrollo Sostenible, muchos países están prestando especial atención a las desigualdades “extremas”, es decir, aquellas desigualdades que más perjudican el crecimiento económico equitativo sostenible y que minan la estabilidad social y política.

En la “democracias distraídas y simuladas” como la nuestra se hace más énfasis en la inversión en “progreso” que en la reducción de la brecha entre ricos y pobres, que si bien son consecuencia de fuerzas económicas, también se deben a políticas gubernamentales que han corrompido y mercantilizado la democracia.

La desigualdad es una consecuencia del fracaso de nuestra democracia y por tanto una crisis del Estado,  que se muestra incapaz para actuar como interlocutor eficiente de la mediación social, como regulador de la economía y como garante de la seguridad.

No puede haber “progreso oculto”. Tiene que hacerse visible en toda la  sociedad. El progreso para unos no puede suponer la negación del progreso para otros. El progreso debe ser asumido como calidad de vida para todos y no sólo para los que tienen el dominio económico y político del progreso.

El progreso de un país es esencialmente “progreso social” y conlleva a la afirmación  de que el crecimiento económico no es el único factor determinante de la calidad de vida. Siendo que el progreso social se considera como “la capacidad de una sociedad para cumplir con las necesidades básicas de los ciudadanos, establecer estructuras que permitan a los ciudadanos y comunidades lograr y sostener su calidad de vida, y crear las condiciones para todos los ciudadanos de desarrollar todo su potencial”.

Las bajas calificaciones del país en progreso social, ocupando el lugar 77 entre 133 países en el 2015 y el lugar 70 en el 2016, según el Índice de Progreso Social, publicado por el Social Progress Imperative, permite constatar que estamos más cerca de la desigualdad que del progreso.

Exigir la participación y la responsabilidad del gobierno, de los legisladores, de los empresarios y de los ciudadanos para el mejoramiento del salario mínimo, la cobertura de la seguridad social, la calidad de los servicios básicos, la defensa  del medio ambiente, la creación de  oportunidades de empleo, el costo de canasta familiar y el adecentamiento  del gasto público permitirá “sintonizar los esfuerzos y las verdades” para combatir la desigualdad e impulsar el verdadero progreso. ¡No hacerlo nos avergüenza a todos!