El caso de Yanelys Arias, una joven mujer residente en la comunidad de Conuco, Salcedo, provincia Hermanas Mirabal, víctima la pasada semana de un ataque con ácido del diablo, obliga a profunda reflexión. El agresor, haciéndose pasar por mensajero, acudió a llevarle un ramo de flores a la mujer y aprovechó para atacarla.
Los ataques con ácido del diablo han sido históricamente una agresión asociada a los celos, la envidia, el odio y la maldad. Una manera efectiva de dañarle la vida a una persona, casi sin remedio y sádico por demás, porque es como con la intención de que la víctima sea testigo mientras vida tenga, de su desgracia. El de Yanelys no es distinto. Según ha trascendido, recientemente se había dejado de su pareja y todo indica que de ahí viene la cosa.
Casualmente vi el video del ataque en Twitter y debo confesarles que tanta maldad, premeditación y frialdad, me dejó pasmada y hasta con náuseas. Desde la ingenuidad propia de nuestra naturaleza, uno tiende a subestimar y pensar que el otro no es capaz de hacer lo que uno no se permite. Que como uno no se maneja bajo el odio y las malas intenciones, el otro quizás sea igual que uno, y tantas veces peca de bobo y poco precavido. Y ahí está el error.
Yanelys hizo exactamente lo que cualquier mujer en sus zapatos haría. Recibió sin abrir la puerta el ramo de flores y por su actitud y lo que se ve en el video, podría decir que salió a recibirlas sin ningún entusiasmo, por cumplir. No hay que ser un experto para darse cuenta. Sin embargo, el hecho de no abrir la puerta no la libró de su desgracia.
Es injusto culpar a Yanelys de la desgracia y aún más injusto, es decir alegremente que ella se lo buscó o que pudo evitarlo. La culpa no es de ella, el fallo es del sistema y del hombre violento al que se le desbordó el sentido de pertenencia y cree que la mujer le pertenece. Del sistema, porque se han visto tantas tragedias en las que una orden de alejamiento y hasta una sentencia no son suficientes; y del hombre, a todas luces, porque la cultura machista les hace creer que la mujer está en deuda con ellos, que le pertenece y que si no es con él, es con nadie.
Desde el viernes pasado llevo pensando como soltera, en la importancia de las señales que el hombre casi siempre da y que uno a veces por no estar atenta, por pecar de más noble de la cuenta o tenerle más fe a un hombre, que vieja rezadora en velorio, decide pasar por alto.
¿Cuántas veces no se ha cuestionado uno por sentir que exige demasiado? ¿Cuántas veces no hemos escuchado un “te vas a quedar sola si sigues exigiendo tanto”? O pensamos que quizá estamos viendo cosas donde no hay, porque los años, la soltería o la costumbre de estar solas, nos han amañado.
Sabrá Dios en manos de cuántos locos violentos hemos podido estar y la vida nos ha evitado el camino. O mejor, en un tono más positivo, de los abusadores de los que nos hemos librado por esas mismas exigencias o el sexto sentido que a veces nos ilumina. Toca mirarse en el espejo de cada víctima de violencia y apelar al juicio propio para hacer caso a las señales. O en su defecto, a la madurez necesaria que requiere uno escuchar y llevarse de la gente que nos quiere, que quiere lo mejor para nosotras y que ve las cosas desde fuera. Sin pasión y con ropa.
Insisto con las señales. El cuidado y la intuición nunca sobran ante el peligro. Hagan caso a sus sentidos y a las corazonadas que uno pensaba que eran tan molestosas cuando venían de su mamá. Uno ve tantas tragedias, que la atención a las señales y las mañas son ya una prioridad. Para mujer y para hombre. Sin distinción.
Ojo a la relación con sus hijos, con la mamá de sus hijos, con sus padres y con todo su entorno. Escuchen a los suyos. Cuidado con la gente, en sentido general, que se deja llevar por la ira y que no se mide. Si las ofensas, los insultos y los golpes no se retiran, con la vida no hay remedio.
Como ese maldito que entregó las flores, muchísima gente. Y como Yanelys, cualquiera de nosotras. A la vida que nos libre.