El filósofo Slavoj Zizek siempre cita el ejercicio filosófico propuesto en 2003 por el ex secretario de defensa estadounidense Donald Rumsfeld: “Hay cosas que sabemos que se saben. Esas cosas que nosotros sabemos que se saben. Pero también hay cosas que sabemos que no se saben. Es decir, hay ciertas cosas que sabemos a ciencia cierta que no sabemos. Pero también hay cosas que no sabemos que no nos son conocidas”.
Con la sentencia dictada por la Tercera Sala de la Suprema Corte de Justicia respecto al Instituto Nacional de Protección de los Derechos del Consumidor (Pro Consumidor), es obvio que hemos aprendido una cosa que no sabíamos que no nos era conocida, a pesar de haber escrito hace 20 años dos artículos seminales sobre el tema (“El poder sancionador de la Administración Tributaria”, Estudios Jurídicos, enero-abril 1994; y “Constitucionalidad de las sanciones administrativas”, Estudios Jurídicos, enero-abril 1996): que la Administración Pública puede imponer sanciones aunque el legislador no le haya reconocido expresamente esa potestad.
Para los jueces supremos, esa potestad de la Administración le viene del artículo 40.17 de la Constitución, es decir, “constituye una atribución fundamentada en la supremacía constitucional”, pero, al mismo tiempo, es una facultad inherente a la Administración, “pues la norma sin sanción carecería de imperio”, por lo que se trata de una potestad implícita de la “que está investida la Administración Pública”, a fin “de garantizar el mantenimiento del orden, tanto de la sociedad como de la propia institución pública mediante la observación de todas aquellas conductas contrarias a la ley”.
Pasa por alto la Suprema Corte, sin embargo, un dato fundamental: cuando la Constitución se refiere a la potestad sancionadora de la Administración es clara en cuanto a que se trata de aquella potestad “establecida por las leyes” (artículo 40.17). Y no podía ser de otro modo: la Administración -contrario al particular que puede hacer todo aquello que no le está prohibido por la ley (artículo 40.15 de la Constitución), la llamada “vinculación negativa a la ley”- solo puede hacer lo que la ley le permite expresamente hacer (“vinculación positiva”). Esto significa que, tal como afirmábamos en el mencionado artículo en 1994: “solo la ley puede dar a la autoridad administrativa el poder de pronunciar sanciones”. Es decir, la Administración solo puede sancionar cuando la ley expresamente lo autoriza a ello, que es lo que quiere y manda el antes citado texto constitucional, cuando claramente especifica que la potestad sancionadora que ejerce la Administración es aquella “establecida por las leyes”. El legislador, conociendo ese texto constitucional, reiteró el principio al disponer que “la potestad sancionadora de la Administración Pública solo podrá ejercerse en virtud de habilitación legal expresa” (artículo 35 de la Ley No. 107-13).
Pero la propia Ley General de Protección de los Derechos del Consumidor No. 358-05 es clarísima cuando establece que “los juzgados de paz serán competentes para conocer de las infracciones a la presente ley” (artículo 132), pudiendo Pro Consumidor adoptar solo –y no es poca cosa- medidas cautelares como decomiso, destrucción y prohibición de venta de productos, así como cierre del establecimiento (artículo 111). La Tercera Sala suprema no cita estos textos y dedica gran parte de su sentencia a escudriñar infructuosamente en el texto de la Ley 358-05 artículos que puedan fundar una potestad sancionadora que todos sabemos debe ser expresamente consignada por el legislador. Nuestros jueces supremos se hubieran ahorrado esta excavación textual si acuden a los trabajos preparatorios de la ley, que revelan que la voluntad del legislador fue la de que las sanciones a las infracciones fuesen impuestas por los tribunales, en específico, por los jueces de paz.
¿Qué debió consignarse expresamente esa potestad sancionadora de Pro Consumidor a la hora de elaborarse y aprobarse la Ley 358-05? Claro que sí, pues hoy no se concibe una Administración sin poder sancionador. ¿Qué debe modificarse la ley para consignar expresamente esa facultad? Claro que sí, pues la ausencia de esta potestad impide que Pro Consumidor pueda cumplir eficazmente su mandato legal de tutelar a los consumidores y usuarios. Pero… ¿debe permitirse que Pro Consumidor sancione infracciones sin mandato legal expreso? Claro que no, a menos que quisiéramos enterrar aún más el principio de legalidad en este Estado (fallido o fallando) de Derecho que nos gastamos, a pesar de lo que proclama el artículo 7 de nuestra Constitución.
Pero no se podía esperar menos en un país arropado por un populismo penal que ha terminado por tragarse también al Derecho Administrativo sancionador, al cual esta sentencia suprema lo retorna al lamentable estado prebeccariano en que lo encontró el constituyente en 2010 y de donde lo rescató la Segunda Sala del Tribunal Superior Administrativo (TSA), presidida por la Magistrada Delfina Amparo de León Salazar y compuesta por los Magistrados Mildred Hernández Grullón y Sergio Antonio Ortega, con su sentencia histórica No. 183-2013 y que en esta columna aplaudimos fervorosamente (“El TSA y las sanciones administrativas”, 6 de junio de 2013). Nueva vez es cierto el adagio popular de que la felicidad en casa del pobre dura poco.