En el mundo entero y no menos en la República Dominicana, se expresa con energía y convicción que la educación es más que un tesoro. Se la considera como un bien para toda la vida; para todas las personas y sectores; y para la sociedad en general. Estas consideraciones son frecuentes en la prensa, en la radio, en la televisión y en el leguaje popular. Se ha inyectado en la mente y en el corazón de la gente que la educación es un bien duradero capaz de rehacer la vida de los sujetos y de los pueblos. Escuchamos y escribimos diariamente discursos y reflexiones en esta dirección. Pero cuando auscultamos la realidad global y concreta, nos sorprendemos. Este efecto sorpresivo no responde a resultados halagüeños; todo lo contrario, lo que captamos es un olvido total de grupos, de personas y de instituciones que requieren educación sistemática, no solo cuando ocurren hechos que transgreden la moral o una normativa social. Estamos acostumbrados al estado de alarma. Nos encantan los gritos estentóreos ante hechos que debieran ser casi inexistentes si hubiera coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Para que esto no suceda, es necesario que la voluntad política del Estado dominicano se explicite en políticas sociales y educativas que no se queden en las nubes, sino que bajen a la realidad pura y dura que se vive en el país.
No estamos pensando en cualquier realidad; tenemos en la cabeza la educación de las madres, de los padres y de los tutores. Habrá lectores que plantearán que este es un tema gastado que no tiene sentido ahora que estamos en el momento del cambio. Pues no. Este es un tema tan actual como el cambio que se intenta construir. Este eje transversal de la sociedad tiene que entrar en la dinámica de cambio personal, institucional y social. En esta tarea no puede haber espectadores. Los acontecimientos de los últimos días- vinculados a canciones, ritmos y videos que inducen a la hipersexualización de las niñas y de los niños-no son un problema del momento. Se está creando una cultura desenfocada de la buena educación, lo que refleja la existencia de instituciones arcaicas que no desempeñan el rol que les compete. Evidencia, también, la carencia de una educación elemental en familias y artistas con crisis de criterios y horizontes para constituirse como sujetos; y contribuir a que otros también lo sean o lleguen a serlo.
La educación de las madres, de los padres y de los tutores es una prioridad que no puede ser diferida. Esta priorización no está determinada solo por la demanda que supone la educación virtual a la que estamos abocados o por la contribución que se espera de estos actores en tiempo de pandemia. No. Constituye una urgencia, porque la familia dominicana necesita ayuda para que no se banalice a sí misma. La familia de que hablamos es la propia del país: madre y padre, madre soltera con sus hijos; padres con hijos y sobrinos; abuelas y abuelos con nietos y el huérfano del vecino; hermanos mayores responsables de los más pequeños, etc. No hablamos solo de la familia dibujada en los libros y en los sermones de las religiones. En la República Dominicana, una minoría responde a este esquema. Todos los tipos de familia necesitan más y mejor educación. Unicef, PNUD, las instituciones de educación superior y las instituciones estatales que tienen funciones vinculadas a la familia, han de actuar con celeridad para organizar la educación que necesitan con sistematicidad y a tiempo real. Insisto en que la Academia puede aportarle mucho a la sociedad; y concretamente en el ámbito que planteamos, tiene recursos académicos, organizacionales y estratégicos con posibilidades de apoyo efectivo. Es importante que la educación continuada de la familia se asuma como política estatal. Así tendrá mayor alcance y garantía de recursos que favorezcan su desarrollo y sostenibilidad. Tenemos que tomar una categórica determinación para desterrar el lamento y hacer; pero hacer con sentido y con eficiencia. La atención a la familia no se puede postergar más. Urge tomar posición para rescatarla de la pobreza, de la dispersión y de la orfandad política y social. Apuremos esta prioridad. De ser así, la sociedad dominicana se fortalecerá y se renovará.