Una sociedad con opinión crítica sabe discernir razonablemente lo periférico de lo medular. Ese no es precisamente nuestro caso, donde la llamada “opinión pública” es una construcción artificial de estrategias de dominación.
Hace algo más de tres semanas las diferencias de los dos líderes del oficialismo sobre las formas de las primarias han sido mudadas al debate público como si se tratara de una cuestión de seguridad nacional. En imágenes alegóricas valdría decir que este ha sido un éxito en el top ten de Billboard.
Las discusiones han sido agobiantes; nos tienen en el umbral de una paranoia colectiva con un tema que en esencia es del interés de los partidos. Lo más surrealista es que en la propuesta de ley de partidos, contexto de esta sorda controversia, se abordan otros temas aún más trascendentes y que por su sensibilidad debieran convocar a serios debates académicos, como el financiamiento, los procesos de democracia interna, el régimen de derechos de los miembros, las precampañas, el control y la supervisión de las actividades, y ni hablar del modelo de participación electoral para darle un carácter inclusivo a través, por ejemplo, de candidaturas independientes; pero no: la idea inconfesa pero firme es llegar a las próximas elecciones sin una ley de partidos.
Lo que sí es un hecho inequívoco es que detrás de esta escaramuza late una rutina urgida de mejores atenciones. Quienes sí se aprovechan de estas distracciones son los actores con altos adeudos públicos. Uno de ellos es Odebrecht. ¿Y qué tiene que ver una cosa con la otra? Nada. Esa es justamente la lógica implícita en la manipulación: ponernos a pensar y hablar de sus temas, esos que colocan en la línea de venta. Si le molesta este comentario porque no “viene al caso” no dude de que usted cayera en el anzuelo de sus tácticas. La opinión pública es un concepto movedizo y hechura de un armazón difuso de intereses en control de los medios y el poder.
Es probable que si comparamos los dos tema el trauma Odebrecht desborde con creces la cuestión de las primarias. Por eso, si me preguntan sobre este último no demoro en endosar la propuesta del proyecto de la Junta Central Electoral: que cada partido determine la forma de hacer sus primarias. Abierta, cerrada, semiabierta, secreta, festiva, ritual, a sillazos, a tiros o como siempre: a puros cuartos. El mundo no se acaba con eso. El país le queda grande a tal discusión. ¿Por qué entonces no discutimos con igual afán el financiamiento electoral, que sí compromete las cuentas públicas? Silencio, total… Pero los partidos son tan infuncionales que aspiran a dirimir en la opinión pública aquello que sus órganos deliberantes y de dirección no “quieren” resolver, mucho menos una cumbre de sus jefes.
Volvamos entonces a lo que no se quiere hablar: Odebrecht. Sucede que esta firma anunció la semana pasada que no pagará a su vencimiento la suma de 144 millones de dólares en títulos de deuda en el exterior. Para poder honrar esos compromisos y apalancar financieramente su reestructuración corporativa, la constructora brasileña está procurando financiamiento. Esto no significa que esté en quiebra, pero confronta serios problemas de flujo frente una estructura monstruosa de costos y una caída sensible de sus operaciones. Tal realidad debiera activar una alerta en el país, cuando apenas en julio de este año vence el segundo pago de treinta millones del famoso acuerdo que la descargó. Sobretodo porque, como apuntábamos en otro trabajo, este acuerdo se festinó a su favor sin tener el Estado dominicano ninguna garantía para ejecutarlo porque supuso lo siguiente: a) haber contratado con la matriz, es decir con Odebrecht, S. A. como corporación extranjera y no con una subsidiaria o filial. Así, si bien el crédito del Estado dominicano está respaldado con el patrimonio global de la corporación, este puede verse afectado, como se comprueba ahora, por todas las deudas derivadas de los acuerdos y condenaciones judiciales que otros países negocien u obtengan a su favor. Igualmente, si la sociedad matriz se acoge a algún proceso de reestructuración mercantil o de quiebra, la deuda con el Estado dominicano quedará sometida al régimen de esos procesos en tribunales extranjeros, especialmente los relativos a la suspensión de pagos; b) no haber convenido un régimen mínimo de garantía para soportar el pago del monto adeudado más que la buena fe de una empresa que admite su fraude; c) no haber protegido el crédito del Estado frente a operaciones corporativas y financieras estructurales que puedan afectar o modificar su estado patrimonial o su solvencia.
Pero lo más patético es que nadie, salvo el procurador y su equipo, sabe si la constructora ha cumplido con la obligación de cooperación judicial en los términos en que se obligó. Eso es un misterio impenetrable. Bajo el alegato de la confidencialidad de las investigaciones, el procurador no habla; tampoco ha solicitado ayuda ni cooperación internacional de cara a un plazo perentorio para presentar una acusación robusta. No es verdad que esté impedido de revelar al menos el estatus de cumplimiento del acuerdo. ¿Acaso no hizo un show con los apresamientos “convenidos”? ¿Acaso no le dio oportunidad a los “entrevistados” para que le llevaran a su despacho las pruebas de su descargo? ¿Acaso no allanó a Odebrecht después de haberle interrogado? ¿Por qué nos impide saber sobre las diligencias procesales para conminar a Odebrecht? Es que el libreto se agotó en el primer y único acto.
Pese a todo lo anterior, Odebrecht sigue cubicando felizmente en Punta Catalina y amenaza con iniciar un arbitraje internacional para forzar al Estado dominicano a pagar una facturita de “ajuste por variación de costo” por unos 708 millones de dólares, de los cuales solo 165 millones corresponden a trabajos de suelo ¡en terrenos de los Vicini! ¿No es eso escandaloso? ¿Acaso hemos perdido la racionalidad? Literalmente, ¡Odebrecht se está defecando sobre el país y le pide al Estado que le recoja su mierda! Pero, ¿dónde estamos?: en Belén, hablando de primarias mientras la impunidad nos aplasta. Parece que nos merecemos lo que nos dan y aceptamos con orgullo el oficio de recibirlo: ¿qué? ¡Mierda!