Nuestros muchachos son hechura de los tiempos y… punto. Lo digo porque las generaciones más maduras no pierden ocasión para juzgarlos con severidad como si en su construcción no pusieran ni un huevo. Es difícil convencer a la generación que nos dirige de que no es la mejor y que las construcciones sociales son lentas fermentaciones de las ideas.
Sí, es cierto, los muchachos de hoy quizás no tengan una puta noción de quiénes eran Alejandro Dumas, Víctor Hugo, Hermann Hesse u Honoré de Balzac o nunca hayan oído, leído o recitado otro poema distinto a “Hay un país en el mundo” de Pedro Mir (aprendido forzosamente en el liceo), pero tampoco es verdad que solo tienen una neurona activa para escuchar a Maluma, Nicky Jam, Bad Bunny o Daddy Yankee; tienen otras sensibilidades. Para reconocerlas hay que abandonar nuestros estándares y entender, sin prejuicios, sus razones. En las generaciones consumadas no todos tienen la capacidad y honestidad para hacer esa abstracción, pero es necesaria, porque con ella evitan diluirse en una sociedad predominantemente joven donde seis de cada diez tienen menos de treinta y cinco años. Estos vejestorios con visiones caducas empiezan a pesar como reductos (o estorbos) ya arrimados en un mundo cada vez más ajeno a sus razones.
A pesar de las condenas que a diario reciben los millennials por su baja estima, destemplanza y estrés tecnológico, es un hecho ya probado que son creativos, tolerantes, persistentes, eficientes, pragmáticos, innovadores y saben trabajar en equipo. Estas condiciones no son precisamente las que mejor exhibe la generación que detenta la conducción social y política en la República Dominicana, llamada a renovar patrones de vida obsoletos. No es atrevido afirmar que esa camada ha sido una dilatación estilizada del mismo caudillismo del siglo pasado. Solo han cambiado los ropajes, la simbología y los relatos, pero en el fondo perviven las viejas estructuras de su pensamiento.
La concepción del liderazgo personal, vertical y autócrata ha sido una maldita herencia que nos ha desviado de nuevos umbrales. Todavía hoy nos debatimos, por ejemplo, si un expresidente con una historia de tres ejercicios y otro con casi dos deben ser las ofertas del “futuro”. Nos han dejado a la espera de que las transformaciones operen por clemencia de los tiempos o por mandato dialéctico bajo la creencia de que hemos escalado a dominios siderales de progreso o que estamos viviendo mucho mejor que otras sociedades. Pero si el foco lo dirigimos a la esfera social encontraremos el mismo patrón: instituciones privadas, grupos corporativos, colegios profesionales, centros académicos sin idea del relevo y dirigidas por los mismos (o reciclados) intereses.
El personalismo sigue siendo un principio de referencia, autoridad y legitimación. Un desatino icónico en esa visión es el que pretende justificar la permanencia de las mismas gentes con base en el mérito personal. No hay argumento más torcido en tal compresión que aquel que se expresa en estas sentencias: “fulano se merece cuatro años” o “es justo que perencejo vuelva al poder” como si el destino de la nación estuviera a merced del proyecto de realización personal de un individuo. Ese liderazgo generacional no concibe un ejercicio público sin protagonistas estelares ni roles reservados. En el fondo es la misma idea alojada en los totalitarismos más primarios. Cambio de empaque.
La gran decepción de la generación del relevo, en el ámbito político, fue no haber hecho la ruptura histórica que sugerían los tiempos. Tuvo oportunidades inmejorables. Con el control de todos los órganos públicos no cambió ni una nota en esa concepción estructural; al contrario, la consolidó y convirtió en poderosa razón de Estado. Su única mejora fue abrir ese modelo a un corporativismo caudillista como memoria del centralismo burocrático de los viejos soviets comunistas. Lo más trágico es que no se trató de una omisión impuesta por las contingencias históricas; fue una deserción voluntaria y consciente.
Los logros de esa generación seducida por el progreso de candilejas han sido cuantitativos: más crecimiento, PIB, bienes, consumo, importaciones, infraestructuras, inversiones, recaudaciones, presupuestos, gastos, nóminas e instituciones. Sí, pero el costo ha sido cualitativo: quiebras en los índices de inclusión, competitividad, desarrollo, igualdad, transparencia, equidad y seguridad, en algunos casos por debajo de países africanos con bases tribales de organización social.
Para hacernos una idea descriptiva de esa impresión postiza que nos han inoculado bastaría con comparar las ciudades de San José, Costa Rica, y Santo Domingo, República Dominicana. En la primera no se encuentran ni por asomo las torres, galerías, tiendas, metros, avenidas y plazas que ostenta la segunda, al margen de la densidad demográfica. La diferencia se percibe, a favor de la capital costarricense, no precisamente en las estructuras sino en la gente: en su orden, conducción, educación, tránsito y conciencia ambiental. Claro, Costa Rica privilegió el desarrollo de sus instituciones democráticas para mejorar a la gente; República Dominicana, en cambio, “invirtió” en la concentración del poder para mantener a una élite. Ese modelo es muy difícil de desgajar porque ya creó raíces de intereses que trascienden a las instituciones, convertidas en meras fachas.
De manera que frente a ese relato pierde fuerza cualquier prejuicio del liderazgo generacional sobre las estrafalarias expresiones de nuestros muchachos o sobre su desarraigo, liviandad, violencia e incultura. ¿Cuál ha sido su aporte para cambiar esas condiciones? Ninguno. Vivimos en una sociedad sin oportunidades para el talento, de pobres retribuciones al aporte de sus ciudadanos, sin cauces ni rutas claras de futuro. Pero tampoco esa generación ha sido la más emblemática en modelos de inspiración ética; ha sido indulgente y laxa. No ha agregado más valor que la disolución y el relajamiento de las instituciones. No pocas veces me he preguntado: ¿Qué hicimos o dejamos de hacer para dejar pasar a una generación tan infecunda? No me queda más opción que cantar con Bad Bunny este poema: ¨De mi vida te boté, y te boté, te di banda y te solté/ Yo te solté, pa’l carajo usté' se fue/ Y usté' se fue de mi vida te boté/Yo te boté, yeh, yeh, mami¨