La vida moderna se desarrolla en la pantalla. En los países industrializados, la vida es presa de una progresiva y constante vigilancia visual: cámaras ubicadas en autobuses, centros comerciales, autopistas, puentes y cajeros automáticos. Cada vez son más numerosas las personas que miran atrás utilizando aparatos que van desde las tradicionales cámaras fotográficas hasta las videocámaras o cámaras web. Al tiempo, el trabajo y el tiempo libre están centrándose progresivamente en los medios visuales de comunicación, que abarcan desde los ordenadores, celulares, tabletas, hasta DVD. Ahora la experiencia humana es más visual que antes: disponemos de imágenes vía satélite y también de imágenes médicas del interior del cuerpo humano. Nuestro punto de vista en la era de la pantalla visual es crucial.
Desde los años ochenta hasta las décadas de los noventa, los estudios del arte han sido paulatinamente desplazados por los estudios visuales, eso que Nicholas Mirzoeff define como “cultura visual” o teoría de la información, que estrictamente engloba el origen y la naturaleza de la imagen. Aunque la cultura visual tuvo su origen como disciplina icónica en el Renacimiento, la emergencia de estos estudios se han globalizado como práctica moderna a partir del uso que Marshall McLuhan hizo de esta disciplina, vinculándola al campo de la representación visual a través de los medios masivos de comunicación.
En la cultura de masas del presente “cambio de era” se encuentran las claves de la constitución de una “sociedad entrampada” en las “fake news” o noticias falsas, posverdad o engaño; en la manipulación y en los efectos patológicos que asumen los usuarios de las redes sociales para contar historias positivas y triviales de sus vidas.
Nada, sin duda, ilustra mejor la idea de “cultura-mundo” que el universo “tecnocientífico” de lo visual, en la medida en que es, fundamentalmente, un fenómeno totalizador y universal. La técnica de lo visual ha invadido ya todo el planeta y se extiende a todos los dominios de la vida. Interviene en lo infinitamente grande y en lo infinitamente pequeño, y no produce solamente informaciones, sino que se apodera del ser vivo que es capaz de modificar la información que procesa y difunde en la instantaneidad de las redes sociales. Una técnica que es la misma en todas partes, que se sirve de los mismos símbolos y el mismo sistema de valores (máxima eficacia, racionalidad operativa, cálculo de todo). Y es ella a la que se recurre para mejorar la vida y remediar los desastres que causa el “tecnomundo”: ya no es la política lo que debe “cambiar la vida”, es la alta tecnología y su infinita demiurgia. La técnica, que antes estaba englobada en civilizaciones de las que formaba parte, se ha vuelto elemento estructurador que se infiltra en todas las dimensiones de la vida social, cultural e individual: ya nada escapa a la Técnica a la que hay que adaptarse continuamente y que se impone como estilo de vida, modo de pensar, conjunto de símbolos, nos advierten Gilles Lipovesky y Jean Seroy.
Iconos, emblemas, y entes visibles e invisibles entre otras manifestaciones, son convocadas aquí mediante el uso democrático de la imagen. Se trata de dar alguna cuenta de los límites que ha alcanzado la cultura virtual y figurativa de un tiempo que ha podido ser pensado—en la forma democrática, que transmiten historias de vida, desde lo más íntimo y particular, a lo más cósmico y universal de los acontecimientos, o noticias sobre el hombre y su entorno—como referente más directo del “giro visual” que domina y copa nuestro imaginario.
La era digital globalizada, como Internet, Messenger, Facebook, WhatsApp, Twitter, Instragram o el uso de Google, con el fin de desvelar las ocultas lecturas de la realidad por ella sugeridas, y en la que los principios de esa misma realidad virtual ponen en crisis el concepto tradicional de Estado-nación. La noción administrativa de “sociedad de la información” ha estado consensuada durante mucho tiempo. Toda vez que, desde hace poco, la sustituye por la noción de “sociedades del conocimiento”, admitiendo así que los modos de apropiación de las nuevas tecnologías son plurales y se negocian a partir de las realidades sociales, culturales e históricas que son insoslayables.
Pensar en la construcción de la sociedad del conocimiento en función de estas especificidades no dispensa en modo alguno de dar un rodeo por las lógicas globales que determinan la redefinición de las condiciones de producción y circulación de los saberes.
En lugar de aquel viento ronco en el campo, sopla hoy la tormenta digital a través del mundo como red de la sociedad de la autoexplotación o el rendimiento irracional y ciego, ha dicho Byung-Chul Han.
Las imágenes, que representan una realidad optimizada en cuanto reproducciones, según Han, “aniquilan precisamente el originario valor icónico de la imagen. Son hechas rehenes por parte de lo real. Por eso hoy, a pesar de, o precisamente por el diluvio de imágenes, somos iconoclastas. Las imágenes hechas consumibles destruyen la especial semántica y poética de la imagen, que no es más que mera copia de lo real”.
El imperio de lo global no es ninguna clase dominante que explote a la multitud, afirma Han en contra de las ideas de Hardt y Negri, “pues hoy cada uno se explota a sí mismo, y se figura que vive en la libertad. El actual sujeto del rendimiento es actor y víctima a la vez”.
Hacer identidad, ensayar identidad (siempre bajo un cierto matiz de juego cargado de crítica social y política) serán gestos más que habituales en la actividad de muchos de los usuarios de las redes sociales o cibernautas. Las identidades generadas, por supuesto, serán siempre blandas, “cuerpos de datos” para informar sobre lo individual, múltiple y lo colectivo.
La fe en la capacidad de la razón y de la técnica ha nutrido el dogma del progreso inevitable, lineal e infinito. Gracias a la ciencia y a la técnica, es necesario que el futuro humano sea mejor: andadura de la razón traerá poco a poco la prosperidad económica, el retroceso de los prejuicios, el progreso de la moralidad, la justicia y el bienestar de todos. La moralidad es inseparable de este optimismo tecnológico, de este humanismo prometeico.
Aunque ese imaginario de “muestra sociedad” está deteriorado, no ha desaparecido en absoluto, ya que las innovaciones en las técnicas de la vida y la información han revitalizado la ideología tecnofílica. La esperanza de un futuro glorioso ha recuperado el ímpetu gracias a la revolución de las biotecnologías, la bioquímica, las nanotecnologías y la microelectrónica. La alta tecnología se presenta además como promesa de salud perfecta, eterna juventud, conocimiento para todos, autómatas domésticos a nuestra entera disposición. Según la corriente “transhumanista”, la unión de la genética, la robótica y las nanotecnologías permitirá transformar incluso la definición del ser humano, por una mutación sin precedentes que enriquecerá su capacidad fisiológica e intelectual: llegará el día en que aparecerá el cyborg y el homo sapiens se habrá convertido en tecno sapiens -homo Deus. Al mismo tiempo que ilustra el imperio de la razón, la espiral de la alta tecnología no deja de generar una muchedumbre de mitos y nuevas utopías.