La Oficina Nacional de Estadísticas nos presentó la semana pasada los datos que aporta la Encuesta Enhogar 2016. Esta encuesta nos revela que el porcentaje de la población dominicana que reside  en la zona urbana es de 74.3%; y un 25.7% vive en la zona rural. La lectura de estos porcentajes nos genera inquietudes razonables, aunque para la mayoría de las personas pueden parecer un dato más. Estos porcentajes parecen inofensivos pero no lo son. Los mismos nos indican que se acelera la extinción de la zona rural; se agiliza la muerte del campo. Esto tiene que concitar la atención de los gobernantes y de la sociedad civil. No puede asumirme como un dato más, porque tiene repercusión en el desarrollo del país y en la organización del territorio nacional.

Lo que observamos es un desplazamiento acelerado de la población rural hacia la ciudad sin planificación; sin que responda a políticas de urbanización alguna ni mucho menos a políticas que equilibren y regulen el desarrollo nacional. Contemplamos un éxodo vertiginoso hacia la ciudad. Esta se vuelve caótica e inhóspita para todos sus pobladores y pone en riesgo tanto el desarrollo humano como el desarrollo económico y social. Es importante que las autoridades del país les busquen solución a las razones que mueven a los pobladores de la zona rural a descartar su hábitat natural y a lanzarse sin horizonte a una vivencia urbana en condiciones cada vez más que precarias.  En este contexto consideramos  que unas de las razones  que impulsan  la salida del campo tienen que ver con la sobrevivencia. Las personas no quieren dejarse morir en una zona que no tiene respaldo real por los gobiernos que se van sucediendo en el país. Los productores y los campesinos que trabajan asiduamente el campo se sienten desamparados; y no encuentran otra alternativa que emigrar a la ciudad. Buscan  salidas que los liberen de una muerte antes de tiempo. Esto genera una ciudad anárquica; una ciudad donde el hacinamiento se asume como normal y donde el viva como pueda se convierte en la norma.

Lo más grave de todo es que el campo desaparece; y esto indica que el desarrollo de la República Dominicana está en situación de riesgo. La atención a la zona rural es fundamental para que el desarrollo sea sostenible. Pero en esta zona es difícil asegurar  la continuidad de las personas, porque las promesas no resuelven; y en las últimas décadas la retórica de los ofrecimientos en el aire  y de los enunciados mesiánicos sustituye el compromiso con la definición y ejecución  de políticas de incentivo y de apoyo sistemático al desarrollo del campo. Nos preguntamos cuándo  se le va a poner límite a un plan que está destruyendo la zona rural. Lo que sucede no es casual. Responde a una planificación interesada que no debe continuar; y que requiere toma de decisiones que favorezcan el desarrollo humano y socioeconómico del país. La ciudad ya no resiste más desorden y congestionamiento humano. El campo tampoco resiste más olvido ni más carencias para ser lo que tiene que ser. Mientras todo esto ocurre, nos volvemos más dependientes de lo que se produce fuera; porque dentro la producción propia del campo mengua cada día. La sociedad en general ha de movilizarse para lograr que el campo no muera del todo; para lograr que la zona rural continúe aportando la vida y los productos que les son propios. Es normal que las personas busquen condiciones y medios que les permitan sobrevivir. Pero esto requiere regulación e inversión sostenida  para que tanto el campo como la ciudad puedan mantenerse y dar de sí lo que compete a cada uno.