Consumí dos décadas y media de mi vida en la docencia superior. Pocas ocupaciones me retribuían tan generosamente. La enseñanza era un vasto cauce de expresión existencial: en cada cátedra reinventaba la vida e inmortalizaba el conocimiento. Un abogado me abordó en un pasillo de una institución pública y me inquirió sobre la inquietud que le da título a este desahogo. Prometí darle la respuesta.
Estudié y enseñé Derecho Comercial. A pesar de ser una disciplina alejada de las lucubraciones filosóficas o humanistas, nació de necesidades muy concretas, como la seguridad y la transparencia en las relaciones de negocios. A diferencia de otras ramas estáticas y conservadoras, como el derecho civil o el penal, el derecho comercial es dinámico, evolutivo y contingente. Nació con el uso, se conservó con la práctica, se afirmó con la costumbre y finalmente se impuso como ley. Antes de que hubiera regulaciones sobre banca, seguros, títulos valores, fondos de comercio, sociedades comerciales, entre otras, ya estas instituciones existían en la práctica, regidas por la costumbre.
Mi visión de la vida ha estado muy influenciada por esa impronta pragmática del derecho comercial. A pesar de que la clásica dicotomía filosófica entre el ser (ontología) y el deber ser (teleología) tiene limitados campos en esta disciplina jurídica, la distancia entre estos presupuestos socavaba mis convicciones por la enseñanza. Con el deterioro de nuestra institucionalidad se fueron revelando las rústicas inconsistencias entre la realidad abstracta y la concreta. Me empezaba a sentir inservible, sobre todo cuando le tenía que explicar a mis estudiantes dos derechos: aquel basado en los principios dogmáticos y el interpretado en las conveniencias de la realidad. Ese ejercicio podía ser pasadero frente a un entendimiento racional entre los dos mundos, no así cuando las teorías puras se estrellaban contra el muro de la realidad más negadora. Con el tiempo, la sensación de inutilidad tomó cuerpo de culpa. Terminé persuadido de que la deserción era la forma más decorosa para redimirla: abandoné las cátedras.
Rendido, perdí la paciencia para equilibrarme en esa movediza dualidad del razonamiento: por un lado, explicar la teoría, y, por otro, justificar la práctica que la niega. Es arduo enseñar en una sociedad donde el derecho es forma, excusa o apariencia; donde se imponen los procedimientos fácticos, las soluciones factibles, los atajos o “bajaderos”, el sentido de la conveniencia, el pragmatismo ligero o las interpretaciones convenidas; donde el derecho, más que fin, sirve como medio para validar resultados preconcebidos o para legitimar intereses ya establecidos.
Cuando las manipulaciones a la norma jurídica se producen en el plano de las relaciones individuales, su efecto es controlable, no así cuando estas se erigen en precedentes jurisprudenciales, en textos de leyes o en criterios administrativos. Es esos casos, el daño es inmenso, como pesada es su reversión.
Cuando un juez precondiciona su decisión a una percepción subjetiva, a una presión del poder o a un condicionamiento extraño a su soberano juicio, elude a todo empeño la verdad objetiva y acomoda su interpretación a su prejuicio. El derecho es polivalente, es decir tiene varios valores, usos o aplicaciones. En el terreno de la interpretación jurídica existen distintos campos de movilidad, en algunos más estrictos que en otros, sin embargo, cuando se juega con los métodos hermenéuticos y las técnicas argumentativas se puede llegar a resultados preconcebidos con apariencias sutilmente legítimas.
El mismo efecto se produce cuando el legislador no lee lo que aprueba o cuando antepone a su juicio valorativo la línea partidaria. Tenemos leyes defectuosas, repetitivas, superpuestas y contradictorias. La legislación nacional es un acervo disperso que retrata en alta definición una institucionalidad malograda. Así, en nuestro Congreso no hay un centro de control que mantenga la unidad y coherencia de la legislación a partir de un examen de precedentes legislativos, sin embargo los legisladores sí tienen consultores privados pagados por el Congreso. ¿Quién legisla realmente en la República Dominicana? El gran caudal de proyectos de leyes proviene de organismos internacionales, agencias extranjeras de cooperación, gremios empresariales y sus fundaciones, atados, muchas veces, a agendas de maletines. En ocasiones, detrás de esas legislaciones se resguardan intereses especiales que se imponen a cualquier otro sin considerar su rango. El resultado es un ordenamiento legal hecho a la justa medida del status quo sin reparar en las deformaciones aberrantes que en él se produzcan. Desde esa perspectiva, el sistema usa al derecho para revalidarse.
Nuestro ordenamiento jurídico, producto de las mutilaciones, condicionamientos, injertos y deformaciones que impone la dinámica de los intereses fácticos (empresariales y políticos), asume una configuración enmarañada que cada día dificulta su ordenada y racional enseñanza. La cátedra, de una propuesta científica pasa a ser expresión de un surrealismo mágico. Esa realidad se agrava en una cultura rebelde al imperio de la ley y resistente al orden, porque el caos, en sociedades políticas terciarias, como la nuestra, se impone como fuente de negocios.
Quizás mi nihilismo tropiece con el optimismo de algunos teóricos que presuponen la autoridad de la ley en una sociedad institucionalmente quebrada, como si los encargados de aplicarla fuesen suizos o suecos. Esa valoración abstracta luce esperanzadora pero no es realista. Volvería a las aulas con solo suponer que los poderes fácticos no tienen ninguna injerencia en las decisiones administrativas ni judiciales o que el Estado social y democrático de derecho tiene alguna traducción tangible en la cotidianidad dominicana o que en la operación del sistema de garantías constitucionales no se hacen exclusiones o discriminaciones. La institucionalidad no solo compromete leyes garantistas; se basa en una cultura política y ciudadana de subordinación a su imperio. Juzgar la actuación de un juez, ministro o legislador al margen de ese severo y degradado entorno es pecar de iluso. La institucionalidad no puede ser entendida en el campo puro del “deber ser” sino en el terreno concreto de su encarnación social. La institucionalidad no solo es legalidad, es realidad sociológica que comprende el comportamiento de los agentes del sistema en el cuadro tangible de los intereses dominantes y la sujeción de sus actos a esa legalidad. Enseñar un derecho ajeno a esa realidad es poesía… y yo no soy poeta.