Una de las creencias malogradas de los Estados débiles es pretenderse fuertes con muchas leyes. La norma puede suplir vacíos de la institucionalidad, pero jamás suplantarla.  El resultado es un Estado pesado, burocrático e inflado, incapaz de generar el respeto al orden, sobre todo cuando es la autoridad la que quebranta o elude su propia legalidad.

La grandeza de una sociedad reside en la fortaleza de sus ciudadanos, cuando la institucionalidad se construye en la comprensión responsable, reflexiva y plena de sus derechos y obligaciones. Las leyes de los Estados nórdicos de Europa no son necesariamente las más modernas, completas ni racionales; sus sociedades son las que determinan esas condiciones en el plano de la convivencia del día a día. Aspirar a ese estado de conciencia pública es iluso, pero debe ser el plan de ruta de nuestro desarrollo social y democrático. No hay opciones. En eso, más que leyes precisamos de valores ciudadanos.

Las leyes no podrán lograr lo que no somos capaces de entender ni hacer; ellas definen las bases, los procesos y las formas, pero jamás activan o comprometen las convicciones para obedecerla. No hay leyes buenas con ciudadanos malos. Eso explica el caótico hacinamiento de normas superpuestas, repetitivas y contradictorias que han deformado nuestro ordenamiento jurídico frente a un estado de virtual insolvencia institucional. No nos faltan leyes, pero sí una mejor autoridad. Nuestra crisis no es legislativa, es de legalidad; no es normativa, es funcional.  Con una autoridad responsable, eficiente y controlada las leyes sobran.

El mejor gobierno no es el que construye, moderniza o legisla; es el que respeta su legalidad como razón instintiva. Ahí está el núcleo de nuestras quiebras. De nada vale construir grandes vías para un tránsito de analfabetas, monumentos sin una memoria consciente que los honre, escuelas sin una docencia con alto compromiso, programas sociales para enajenar dignidades.

Una vez escribí y ahora reitero: “Escuchar a gente de presunta referencia intelectual hablar del estado de bienestar que disfrutamos es para morirnos de mediocridad.  No puedo evitar el cabeceo de quien escucha una misa gregoriana en una catedral gótica. Existe un divorcio cada vez más inconciliable entre la sociedad formal y la real. Tenemos tanta riqueza en teorías como pobreza en realidades. Sin una ciudadanía responsable que participe, exija, proponga y construya no habrá forma de encontrar rumbos. Pero su apatía inhibe, resta y anula. Esa inapetencia es la socia de nuestra desgracia. Y no hablo de hacer espectaculares revoluciones sociales, me refiero a lo que podemos hacer en el espacio que nos ha tocado vivir. Por lo menos entender que hay necesidades y soluciones colectivas que no resisten respuestas individuales. Que participar dejó de ser elección y hoy es obligación. Mientras los retos se agigantan, las voluntades escasean. Las soluciones con mucha suerte son remediales. Y una de las más socorridas es aprobar o reformar leyes como si las normas perfeccionaran el carácter social. Legislamos así viciosamente. ¿Qué son las leyes en una sociedad sin ciudadanos? Letras apiladas para excusar el desorden y crear el delirio de que somos una sociedad funcional. Una forma de acallar la culpa de nuestras voluntarias deserciones”.

Hemos avanzado en condiciones materiales de existencia, pero hemos regresado a concepciones primitivas de conciencia. El estadista inglés Benjamín Disraeli escribía: “Cuando los hombres son puros, las leyes son inútiles; cuando son corruptos, se rompen”. Vale cumplir las que tenemos para darnos cuenta de que no las necesitamos porque como apuntaba Descartes: “La multitud de leyes frecuentemente presta excusas a los vicios”. Más que leyes urgimos de ciudadanos y estamos premiando con el poder a los más malos.