En un futuro no muy lejano, los dominicanos recordarán este período de nuestra historia como uno de singular oscurantismo en lo que respecta a los derechos sexuales y reproductivos. Nos verán quizás como los dominicanos del presente vemos a los europeos del siglo XVI, que torturaban a científicos y a epilépticos para que confesaran ser víctimas de posesión demoníaca y quemaban en la hoguera a las comadronas por usar remedios herbales para aliviar el dolor de parto (con lo que violaban el precepto bíblico que condena a la mujer a parir sus hijos con dolor, lo que explica la saña).

Hoy día, igual que hace cinco siglos, lo que inspira el proceder barbárico es el fanatismo religioso que para su implementación, ahora como entonces, se auxilia de la siempre fiel y complaciente autoridad civil.

En el pasado, los doctos padres de la Inquisición dependían de los funcionarios reales para ejecutar sus castigos; en el presente, los doctos padres de la Pastoral Familiar y del CODUE dependen del Congreso Nacional para mantener a las y los dominicanos en la más absoluta orfandad en materia de derechos sexuales y reproductivos.

La comparación surge a propósito del intento de suicidio de la joven que se tiró ayer del elevado de la 27 con Máximo Gómez, pero tiene como referente inmediato el proceder congresual –poco valiente, digamos- en el caso de la Ley de Salud Sexual y Reproductiva; o en el caso de la truncada despenalización del aborto por causales en la reforma del Código Penal del año pasado; o, si nos vamos un poco más atrás, en el caso del artículo 30 (actual 37) de la Constitución, que según el punto de vista clerical consagra el supremo derecho del embrión a no ser abortado nunca, ni siquiera cuando la interrupción sea necesaria para salvar la vida de la mujer.

Si los mantenemos imbéciles e ignorantes, creen ellos, quizás nuestros adolescentes dejen de tener relaciones sexuales, dejen de masturbarse, dejen hasta de pensar en el sexo, sobre todo si los asustamos lo suficiente con historias de pecado, demonios e infiernos

El caso de la joven que se tiró del puente –tan joven que no se puede revelar su nombre- es casi un compendio del oscurantismo clerical en acción. Ella nos muestra las consecuencias en la vida real, en mujeres y niñas de carne y hueso, de los sacratísimos posicionamientos morales de sus eminencias reverendísimas con respecto a la educación sexual, al acceso a información y servicios anticonceptivos, al derecho fundamental a decidir cuándo queremos y podemos ser madres y cuándo no.

Esta joven evidentemente no tuvo acceso a los conocimientos o a los medios para evitar un embarazo no deseado porque nuestras autoridades religiosas y sus canchanchanes congresuales son de opinión que es el conocimiento el que induce al pecado.

Si los mantenemos imbéciles e ignorantes, creen ellos, quizás nuestros adolescentes dejen de tener relaciones sexuales, dejen de masturbarse, dejen hasta de pensar en el sexo, sobre todo si los asustamos lo suficiente con historias de pecado, demonios e infiernos.

Esta es la solución demencial a la crisis del embarazo adolescente: no enseñarles nada, no darles acceso a servicios anticonceptivos, seguir insistiendo machaconamente en las virtudes de la abstinencia aunque los resultados, década tras década, sean espantosos. Y si no, miren lo bien que nos ha ido hasta ahora con esta estrategia.

Puede ser que el embarazo de la joven suicida no fuera producto del pecado de la concupiscencia (para hablar en lenguaje clerical-celestial) sino de una relación sexual forzada, como le ocurre con tanta frecuencia a las adolescentes. Este es justamente el tipo de cosas que la educación sexual moderna, científica y basada en derechos busca evitar, enseñándole a las jóvenes su derecho a decidir si quieren o no, enseñándoles a valorarse a sí mismas lo suficiente como para rechazar propuestas y presiones indeseadas, proporcionándoles los medios para  denunciar las agresiones si éstas llegaran a ocurrir. ¿Alguien podría explicarnos por qué los patriarcas religiosos y sus sirvientes políticos se oponen también a esto?

Y finalmente, si a pesar de la información, del acceso a los anticonceptivos, del accionar empoderado, consciente y responsable, la joven llegara a embarazarse (como le puede ocurrir a cualquier mujer, repito, mujer; no cura, ni pastor, ni diputado), ¿quién rayos le dio a las sotanas y a los políticos el derecho de condenar a esa joven a destruir su futuro, obligándola a renunciar a sus aspiraciones educativas y profesionales para llevar a término un embarazo indeseado a los 17 años?

A esta chica, que soñaba con ser periodista, casi la mató la ignorancia, el fanatismo religioso, la cobardía y la falta de conciencia de los políticos. Casi la mataron los mismos enanos mentales que hoy se regodean diciendo que la pérdida de su útero es el castigo de Dios a su pecado. ¿Cuántas más, me pregunto, cuántas más?